3 enero 2017 / por Orliana
Rafael Echeverría, Ph.D.
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Presidente Honorario de la FICOP
2016
Antes de comenzar, permítaseme un alcance sobre el carácter de estas columnas. Las concibo como una suerte de “cabeza de playa”. Éste es un término que proviene del campo de la estrategia militar y que apunta a un procedimiento para conquistar un nuevo territorio. Remite a la idea de instalar una primera posición dentro de ese territorio, cercana a la playa, de manera que sea posible defenderla desde fuera, y desde la cual podamos luego avanzar hacia su posterior conquista. Se trata, por lo tanto, de colocar tan sólo un primer pie en ese nuevo territorio. La “cabeza de playa” no debiera generarnos la ilusión de que conocemos el territorio. Si lo que observamos desde ella nos parece interesante, el paso siguiente es el de asumir el compromiso de avanzar a conquistarlo y llegar a conocerlo. Éste es el propósito de lo que haremos con Nietzsche y con varios de los temas que abordaremos más adelante.
El discurso de la ontología del lenguaje arranca de la filosofía de Friedrich Nietzsche (1844-1900) y sigue el camino apuntado por él. Resulta indispensable, por lo tanto, familiarizarnos con esta filosofía, pues en ella se encuentran las claves fundamentales que le confieren sentido a mucho de lo que sostenemos.
La filosofía de Nietzsche ha permitido históricamente múltiples interpretaciones y muchas de ellas contradictorias entre sí. No ha sido siempre fácil entender adecuadamente lo que en ella hay de medular. Diversos factores se encuentran detrás de esta dificultad. Entre ellos cabe mencionar, por ejemplo, los intentos que su hermana, Elisabeth, realiza luego de su muerte, por vincular su filosofía al nazismo. Durante un tiempo, ello interfirió en las interpretaciones que se ofrecieron sobre el carácter de esta filosofía, hasta que se reconoció que tales vínculos eran completamente espurios. También incidieron en la comprensión de los planteamientos de Nietzsche el hecho de que ellos registraron modificaciones durante su propio desarrollo intelectual, culminando – en sus últimas obras y en las notas no publicadas que entonces escribió – en algunas posiciones y expresiones desmedidas, a partir de las cuales el núcleo de su pensamiento se desdibujaba. No ha sido menos importante las reacciones de individuos e instituciones – una de ellas ha sido la Iglesia Católica – que, con razón, interpretaban que Nietzsche ponía en cuestión los fundamentos de sus creencias.
Hay, sin embargo, una razón mucho más profunda que las anteriores. Ella guarda relación con la tarea que Nietzsche se propone. Se trata nada menos de confrontar de una manera radical el programa metafísico que había sido uno de los ejes articuladores más importantes del pensamiento occidental durante más de dos mil años. En el decir de Eugen Fink, el mensaje principal de la filosofía de Nietzsche es que “hemos errado el camino”; que el programa metafísico nos ha conducido a un callejón sin salida, del que es imperativo salir; que necesitamos un nuevo punto de partida. Después de siglos de hegemonía del programa metafísico, en el que nos apoyamos para conferirle sentido a nuestras vidas y orientar nuestras existencias, éste ha dejado de servirnos.
¿Cuál es el problema? El programa metafísico había surgido a partir de un importante giro que en la antigüedad registra la filosofía. Ella había transitado desde una etapa inicial, en la que la atención estaba puesta en el esfuerzo por comprender los fenómenos naturales, a otra etapa muy diferente centrada en ayudarnos a “bien vivir”. El representante de este gran hito fue Sócrates. Pero éste marca tan sólo el primer momento de ese giro. Su primera consolidación la realizan Platón, su discípulo, y Aristóteles, discípulo de éste, dando lugar ambos, a las dos grandes variantes en las que se expresará el programa metafísico.
El objetivo del programa metafísico era el de ayudarnos a una vida más plena de sentido. Sus distintos postulados, servían este objetivo. Durante mucho tiempo, el programa metafísico pareció cumplir con la misión que se proponía. Sin embargo, como resultado del desarrollo histórico, tales postulados devinieron crecientemente insostenibles. La noción de un ser trascendente, inmutable, unitario y homogéneo, resultaba crecientemente difícil de aceptar y colapsaba, a ojos vista. Ya no servía como polo de atracción a partir del cual le conferíamos sentido a nuestras vidas.
¿Por qué ha sucedido esto? ¿Qué ha conducido, luego de tantos años de hegemonía, al derrumbe del programa metafísico? ¿Cómo es que sus ideas han colapsado? Este no es sólo un problema teórico o conceptual. Es, sobre todo, un problema fáctico. En los hechos, los individuos experimentan que la noción metafísica del ser deja de servirles para darle sentido a sus vidas. A ello alude Nietszche, al inicio de su obra Aurora, cuando señala que hemos transitado de una fase en la historia de la Humanidad en la que reconocíamos que la vida nos imponía problemas, a otra fase muy diferente, en la que propia vida devenía nuestro principal problema. Ello convocaba a la necesidad de iniciar una etapa muy diferente en la historia de la Humanidad. No en vano la obra que hemos mencionado lleva el título de Aurora.
Las raíces de esta crisis que precipita el derrumbe del programa metafísico, por lo tanto, no reside en sus ideas matrices, sino en la adecuación de éstas con las condiciones que progresivamente comienza a exhibir el mundo. Las ideas no se gastan solas. Cuando ellas pierden hegemonía es cuando, por lo general, ellas dejan de sernos útiles, cuando constatamos que han perdido su poder para ayudarnos a vivir mejor.
Mientras el mundo se sustentaba en condiciones básicas de estabilidad, aunque se registraran cambios, las premisas del programa metafísico se lograban sujetar y mantenerse en pie. Pero en la medida que los cambios comienzan a acelerarse y ese marco previo de estabilidad comienza a disolverse, esas mismas premisas devienen crecientemente problemáticas y dejan de cumplir la función de ayudarnos a enfrentar los desafíos que, en este nuevo escenario, nos vemos obligados a enfrentar. Ello marca un punto de ruptura en el desarrollo histórico.
Para quienes habitaban al interior del edificio del programa metafísico, el colapso práctico de su concepto y sostén principal, la noción metafísica del Ser, implicaba el derrumbe del conjunto del edificio. Recordemos que el programa metafísico postulada su concepto de Ser como respuesta y solución a un postulado anterior que sostenía que este mundo y esta vida, en sí mismos, no tienen sentido. Ello se traduce en el hecho de que, al colapsar el ser metafísico, los seres humanos quedamos obligadamente expuestos a la atracción de la nada, al sin sentido, a una existencia vivida al borde del abismo, de su hoyo sin fondo. Esta exposición a la nada, es lo que Nietzsche caracteriza como el nihilismo (del latín nihil, que significa nada) de la época contemporánea.
Nietzsche concibe su filosofía como una respuesta al nihilismo. Nos advierte, sin embargo, que la solución al nihilismo no consiste en trascenderlo. El colapso del programa metafísico implica la clausura de esta salida. La nada está para quedarse. Estamos obligados a prender a vivir con ella. Nietzsche nos advierte, por lo tanto, que la superación del nihilismo consiste en aceptarlo y en “cruzarlo”, en “atravesarlo”. ¿Qué significa esto? Aceptar que este mundo y esta vida en sí mismos no tienen sentido. Reconocer también que los seres humanos necesitamos del sentido para poder vivir. Pero, en vez de buscar ese sentido faltante en otro mundo y en otra vida, entender que somos nosotros, los propios seres humanos, los que debemos aprender a conferirle sentido a la vida. El sentido, para Nietzsche, es algo que nosotros, los seres humanos, otorgamos. Hoy deviene inútil buscarlo en otra parte, pues no lo encontraremos.
Aprender a conferirle sentido a la vida, ese sentido sin el cual no podemos vivir, no es algo podamos hacer de la noche a la mañana. Ello implica acometer un giro fundamental en nuestra forma de concebir la vida, modificar la matriz de nuestras interpretaciones, para así descubrir los nuevos caminos que es preciso seguir y construir los instrumentos que debemos aplicar, para desarrollar nuestra capacidad de generar ese sentido que necesitamos.
El coaching ontológico forma parte de este proyecto. Se trata de una práctica que ayuda a las personas a enfrentar experiencias marcadas por el sello del sin sentido, frente a las cuáles ellas no saben cómo salir. Es muy importante, por lo tanto, que comprendamos que los coaches ontológicos trabajamos con las múltiples manifestaciones que el nihilismo plantea hoy en día a los seres humanos. Lo que se nos pide a los coaches ontológicos nace de las aguas turbulentas del nihilismo y ello define lo que debemos proveer.
Para cumplir con esto, es imprescindible cruzar la frontera del programa metafísico y desarrollar una concepción del ser humano radicalmente diferente. Nietzsche es el gran pionero de este trayecto. No sólo es necesario construir una interpretación distinta de la tradicional, es importante completar la demolición del edificio que ha comenzado a derrumbarse y remover sus escombros. Nietzsche lo sabe y nos lo advierte: “Hago filosofía con un martillo”. La imagen es certera.
Ello conduce a Nietzsche a un estilo y formas de expresión, que muchas veces nos hacen escuchar sus golpes, que retumban en nuestros oídos. Eso lo conduce, por ejemplo, a usar el aforismo, el pronunciamiento breve y remecedor. Su estilo es muchas veces altisonante, desmedido, provocador. Lo vemos socavando fundamentos, derrumbando paredes, minando soportes estructurales. La lectura de Nietzsche frecuentemente nos remueve muy profundamente, pues aquello que busca destruir ha formado parte de nosotros mismos. Leerlo es someternos a juicio, es cuestionar nuestros propios supuestos, y ello requiere de una disposición a la que el lector no siempre está preparado. Nietzsche no es una lectura para pieles sensibles.
Nietzsche se niega a construir un nuevo edificio. Es más, pone incluso en cuestión la idea de que debamos construir uno, capaz de sustituir aquel que ha colapsado. Nos lo reitera en múltiples oportunidades:
“Desconfío de todos los sistematizadores y procuro evitarlos. La voluntad de construir un sistema es una falta de honestidad”.
A su vez, sabe que todavía no existen los oídos capaces de comprender lo que está haciendo. De alguna forma, todavía sus lectores están cautivos en el programa metafísico y todavía operan al interior de sus categorías. En una de sus obras escribe:
“Este libro pertenece a muy pocos. Posiblemente ningunos de ellos haya nacido todavía … Sólo me pertenece el día del pasado mañana. Algunos hemos nacido póstumamente”.
Su apuesta era que las generaciones posteriores a éstas pudieran comprender su mensaje. Mi impresión es que estamos, por fin, comenzando a hacerlo. Pero para comprender su filosofía, es preciso estar dispuesto a revisar nuestros presupuestos, en vez de apegarnos a ellos para rechazar sus ideas. Las condiciones históricas en las que hoy vivimos afortunadamente nos ayudan a asumir esta disposición. Hoy necesitamos la filosofía de Nietzsche para poder desarrollar una existencia más plena. Hoy la filosofía de Nietzsche ha comenzado finalmente a hacer sentido.
La filosofía de Nietzsche representa la primera y quizás la más clara expresión de una crítica radical al programa metafísico como un todo. Lo que Nietzsche acomete equivale a extenderle su certificado de defunción. No se trata de corregirlo o de enmendarlo. Es preciso abandonarlo. Para hacerlo, Nietzsche entiende que es necesario volver a colocarse en el lugar que en su momento se situó Sócrates, el primer filósofo de la vida humana, pero en vez de seguir el camino por el que Sócrates optara, aquel sustentado en Parménides, es necesario seguir el camino opuesto, aquel que Sócrates desechara, aquel sugerido por Heráclito.
Ello resume la tarea que Nietzsche se propone. Responder a la pregunta sobre el carácter de la existencia, eludiendo la tesis de Parménides de que el fundamento de todo lo que existe es un ser inmutable, unitario y homogéneo. Por el contrario, aceptando lo planteado por Heráclito, Nietzsche sostiene que tanto la naturaleza, como los seres humanos, estamos en permanente transformación, que el fundamento de la transformación remite al hecho de que somos contradictorios, que estamos sujetos a una lucha interior constante y que, por lo tanto, distamos de ser homogéneos y unitarios.
Nietzsche va incluso más lejos. Nos señala que no sólo estamos en un mundo en permanente transformación, estando nosotros mismos sujetos también a procesos de transformación permanente, tenemos la posibilidad de participar tanto en la transformación del mundo como de nosotros mismo. El ser que somos no es algo dado, es una promesa a ser cumplida en el futuro. El ser que nos define no se encuentra en el pasado, sino que se expresa en el proyecto de realización futura que nos inspira y nos mueve. De ahí su frase, “Deviene quién tu eres”, frase que, para un metafísico, suele resultar incomprensible, dado éste que supone que no se puede devenir lo que ya se es. “Lo mejor que somos”, nos dice Nietzsche, “eso no lo conocemos – no podemos conocerlo.”
Desde la metafísica, se postula actuamos de acuerdo a como somos. El ser, por lo tanto, determina nuestras acciones, el carácter de nuestras relaciones y el conjunto de nuestra existencia. Nietzsche invierte esa relación y hace con sus términos una suerte de enroque. El ser de la metafísica, del cual se deduce la noción de sujeto, en cuanto tal no existe, nos dice Nietzsche. La acción lo es todo.
El ser es un principio explicativo que construimos a posteriori, para conferirle sentido a la multiplicidad de comportamientos que despliega un individuo. Pero no es un principio operativo que define a priori la manera como actuamos. No es el ser el que determina la acción, sino la acción la que genera lo que luego concebimos como modalidades de ser distintas. Por lo tanto, al modificar nuestras acciones, transformamos el tipo de ser que somos. Si el cambio de nuestras acciones es profundo, las transformaciones del ser que hasta ahora hemos sido lo serán igualmente. La acción genera ser. “¿Qué? ¿Un gran hombre?”, se pregunta Nietzsche, “Sólo veo al actor de su propio ideal”.
Nietzsche no sólo sostiene nuestra inmensa capacidad de transformación, también pone en cuestión que seamos uno y homogéneos. Somos, por el contrario, múltiples y contradictorios. La manera como desarrolla esta idea es a través de la distinción entre persona y sombra. Los seres humanos no pueden vivir desde la anarquía de su multiplicidad contradictoria. Requieren imponer un determinado orden en su forma particular de ser. Ello implica que ciertos aspectos devienen dominantes y otros devienen subordinados.
Al interior del alma humana se configura una suerte de gobierno a partir de la selección de determinados rasgos, que conforman la persona que somos, la que segrega, excluye y reprime otros aspectos que quedan relegados a lo que Nietzsche llamará la sombra. Estos
últimos, sin embargo, no desaparecen sino, por el contrario, acechan permanente a la persona que hemos devenido, procurando ganar visibilidad, hacerse escuchar y llegar a integrar el régimen de gobierno que el alma ha constituido. Cuando nos sentimos uno, coherentes y homogéneos, es sólo la persona lo que estamos viendo. No observamos nuestras sombras. Pero somos mucho más que nuestras personas, nos advierte Nietzsche.
El escritor polaco-argentino, Witold Gombrowicz, siguiendo esta línea de pensamiento sugerida por Nietzsche, nos señala “ser una persona equivale a no ser nunca uno mismo”. Los seres humanos somos tanto personas, como sombras, y la relación entre ambas asume modalidades muy diferentes, las que configuran distintos regímenes de poder. Algunos poseen una suerte de monarquía; otros, distintas modalidades de tiranía. Hay también que desarrollan regímenes más democráticos.
Nietzsche nos invita a reconocer esta distinción entre persona y sombra y asomarnos en la sombra que todos guardamos al interior de nuestra alma. Se trata de una actualización del mito griego de Teseo y el Minotauro. Todos guardamos en nuestro interior, en una suerte de laberinto, a un Minotauro escondido, que articula nuestros aspectos más sombríos. Se trata de un Minotauro que está vivo y que nos exige determinados sacrificios para sobrevivir, los que, de una u otra forma, lo veamos o no, nos guste o no nos guste, comprometen nuestra existencia.
El orden, como nos lo advirtiera el antiguo filósofo griego, Anaximandro, es un fenómeno sacrificial por el que inevitablemente pagamos un precio, seamos o no capaces de reconocerlo. Todo orden impone una deuda, la que puede ser mayor o menor de acuerdo al tamaño de los aspectos que éste excluye y segrega. Esta noción nos ha parecido siempre no sólo fascinante, sino inmensamente poderosa.
En otras oportunidades he relatado que durante cierto tiempo no lograba hacer sentido de una noción en la que Nietzsche parecía insistir: su invitación a que devengamos seres humanos del “mediodía”. ¿Qué significado le confería Nietzsche a esta noción del “mediodía”? Por un momento pensé que se trataba de una traducción del término francés “Midi” con el que se designa las regiones del sur, que colindan con el Mediterráneo. Ello me hacía pensar en cómo el propio Nietzsche se había beneficiado de tierras equivalentes cuando, para atenuar sus problemas de salud, abandonara Alemania y Suiza y se trasladara a Italia. Pero súbitamente comprendí que ese razonamiento estaba equivocado. El “mediodía” al que Nietzsche alude no es otro que aquel momento del día en el que nuestra sombra es más corta.
Esa es su invitación. Devengamos seres humanos de sombra corta. Ello implica, como lo planteáramos previamente, que partamos por reconocer que disponemos de una sombra y que tengamos la valentía para entrar en su laberinto, encontrarnos con ella y mirarla a la cara. Al hacerlo, descubriremos que ella contiene muchas dimensiones de nosotros mismos que quizás relegamos a la oscuridad en momentos de nuestra vida en los que no supimos cómo manejarlos, por no estar todavía equipados con las experiencias que luego nos dieron mayor madurez. Nuestros miedos e inseguridades, los requerimientos que la sociedad nos planteaba para aceptarnos, etc., nos hicieron excluir, segregar y reprimir dimensiones que, hoy en día, quizás podemos permitir que afloren a la superficie. De no hacerlo, estamos condenados a vivir de espaldas a nosotros mismos.
No se trata de eliminar nuestras sombras, pues el alma humana, nuestra forma particular de ser, requiere de orden pues no podemos vivir en la anarquía. La vida en sociedad nos exige sacrificar muchos de nuestros impulsos y deseos. La distinción entre persona y sombra es y será siempre una distinción necesaria para nuestra existencia. Pero podemos tener, al menos la valentía, de aceptar que esta separación existe y hacer que ella no se nos imponga como fruto de azar. Podemos hacernos responsables en trazar los límites entre estos dos espacios del alma humana.
“Nosotros” (los seres humanos), nos dice Nietzsche en el inicio de La genealogía de la moral, “los que conocemos, nos somos desconocidos para nosotros”. Esta es una frase que permite dos interpretaciones diferentes y ambas, en mi opinión, me parecen válidas. Por un lado, es un llamado a reconocer que durante mucho tiempo hemos tenido una interpretación completamente distorsionada sobre cómo somos. En este sentido, la frase es una invitación a revisar tales interpretaciones y avanzar por una senda interpretativa muy diferente. Eso es lo que su filosofía pretende acometer y nos deja planteada la invitación a seguir delante de manera de poder profundizar en el conocimiento de nosotros mismos.
Pero, por otro lado, se trata simultáneamente de una frase que nos advierte que, incluso siguiendo la senda anterior, el alma humana es insondable, no tiene un fondo en el que nuestra indagación pueda darse por terminada. Los seres humanos, independientemente de cuanto indaguemos en nosotros mismos, seremos y seguiremos siempre siendo profundamente misteriosos. Ello es parte del nuevo conocimiento que debemos alcanzar sobre nosotros mismos.
Con lo dicho, sólo nos hemos colocado en el umbral de la filosofía de Nietzsche. Frente a nosotros se levanta una puerta que puede conducirnos a lugares que, en estas líneas, no hemos sido capaces siquiera de apuntar, ni mucho menos visualizar. A quienes se interesen en penetrar por esa puerta, les recomiendo prepararse previamente. Par tal efecto, recomiendo mi libro Mi Nietzsche: la filosofía del devenir y el emprendimiento. Pero, luego de haberlo leído – y estando advertido del carácter de su filosofía – es importante acudir a sus propias obras. No hay nada que pueda sustituirlas. Mi forma de entender esta filosofía no es sino una interpretación que, aunque útil, tiene sin dudas muchas limitaciones.