7 noviembre 2016 / por Orliana
Rafael Echeverría, Ph.D.
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Presidente de la FICOP
Octubre, 2016
A partir de lo planteado en la columna anterior, los seres humanos descubrimos que no sabemos vivir en un mundo que se encuentra en permanente transformación, en un mundo que ha perdido el sentido de estabilidad que nos ofrecía el pasado. La raíz de esta crisis reside en el hecho de que estamos atrapados, sin tener conciencia de ello, en lo que denominamos una determinada concepción de la realidad – vale decir en una ontología – que nos impide generar el sentido de vida que los seres humanos requerimos para vivir. Disponemos de una ontología subyacente que se articula en torno a una noción del Ser, considerado como inmutable.
En un mundo dominado crecientemente por procesos cada vez más acelerados de transformación, estamos obligados a activar en nosotros procesos de transformación al menos equivalentes. Sin embargo, el supuesto de la inmutabilidad del Ser que hemos heredado del pasado, nos lo impide, generándonos una amplia gama de problemas que no sabemos cómo resolver.
Tal como visionariamente nos lo advirtiera Heráclito, el único reposo al que hoy podemos aspirar es aquel que se logra navegando en el cambio y cruzando sus agitadas olas. Ello implica encarar las transformaciones del mundo, a través del despliegue de nuestra propia capacidad de transformación personal para, no sólo responder, sino también participar e intervenir en los cambios del mundo. Sin embargo, solemos frecuentemente descubrir que no sabemos cómo hacerlo. Nuestra ontología subyacente nos lo impide. Éste es el desafío fundamental al que tanto la ontología del lenguaje, como el coaching ontológico, buscan servir.
En este nuevo escenario histórico, el sentido de vida que los seres humanos necesitamos para preservar nuestra existencia, requiere ser generado una y otra vez durante el curso de nuestras vidas. Todo aquello que funcionaba adecuadamente en el pasado, ahora demuestra tener fecha temprana de vencimiento. Las relaciones personales que en un momento nos fueran significativas, se desgastan. Nuestros conocimientos, competencias y vocaciones, devienen obsoletos. Nuestras creencias y valores no logran adecuarse a los nuevos retos. Todo ello se traduce en una sensación de que no sabemos nadar en estas agitadas aguas y de que nos acecha el peligro de hundirnos existencialmente.
Digámoslo de otra forma. No se trata tan sólo de que enfrentamos una multiplicidad de retos diferentes, sin que sepamos cómo encararlos. Todo ello nos confronta con la sensación cada vez más nítida de que, siendo como somos, se nos hace muy difícil vivir y no siempre logramos mantenernos por sobre la línea de flotación. A nivel existencial esta crisis se nos manifiesta en términos de la obsolescencia del ser que somos. El ser que somos no sólo no logra hacer sentido de la realidad que le corresponde vivir y menos todavía resolver gran parte de los problemas que la vida le plantea. Esta es una segunda modalidad de esta crisis ontológica.
Desde esta perspectiva, se trata de una crisis del tipo de ser que somos; crisis que sólo puede resolverse a través de un desplazamiento ontológico que nos permita acceder a nuevas y diferentes modalidades de ser. La apertura a este tipo de desplazamiento – que denominamos aprendizaje transformacional – es lo que distingue al coaching ontológico de otras modalidades de coaching. Estas últimas representan la aplicación de diversas de técnicas de resolución de problemas, sin necesariamente producir un desplazamiento propiamente ontológico, una transformación cualitativa de tipo de ser que somos.
Pero hay algo todavía más determinante. Los nuevos escenarios de la Modernidad no sólo hacen obsoleto el sentido de vida que en el pasado nos conferimos. Las premisas mismas a partir de las cuales generamos esos sentidos de vida – los mecanismos mismos de generación de sentido – devienen igualmente obsoletos, pues descansaban en supuestos de estabilidad que hoy no encuentran los soportes necesarios.
Se trata, por lo tanto, de dos problemas diferentes. Uno, relativo a la obsolescencia de los sentidos de vida que, en un momento, fuimos capaces de otorgarnos para sustentar nuestra existencia y a las modalidades de ser entonces adoptadas. El otro, relacionado con las premisas y mecanismos a partir de los cuales generábamos tales sentidos de vida y conformábamos tales formas de ser. Ello implica que al agotarse los sentidos de vida que nos sirvieron en el pasado, los seres humanos nos encontramos súbitamente sin tener la capacidad para restituirlos y generar otros.
Ello determina que nos encontremos frecuentemente frente a nuestra profunda precariedad, a nuestra inmensa vulnerabilidad, a nuestra angustiante finitud, sin las herramientas necesarias para sustentar adecuadamente las exigencias que resultan del tipo de vida que llevamos. Bajo esas condiciones, la existencia suele devenir insoportable y miserable.
Pocos filósofos han planteado esta situación con la claridad y la agudeza con que lo hiciera Blaise Pascal, en la primera mitad del siglo XVII, cuando la Modernidad estaba todavía en su etapa inicial, Pascal es uno de los precursores de la filosofía existencial que se desarrollará en plenitud durante el siglo XX, de la mano de Martin Heidegger. Es también un crítico del racionalismo intelectual de Descartes, a quién confronta por su extremo racionalismo, señalando que “el corazón tiene sus razones que la razón no comprende”.
Pascal muestra dotes intelectuales excepcionales desde muy temprano. Aficionado compulsivo a los juegos de azar, desarrolla siendo muy joven la teoría matemática de las probabilidades y hace contribuciones importantes en geometría. Una noche, sin embargo, enfrenta una severa crisis personal que lo confronta con la profunda precariedad existencial que caracteriza a los seres humanos. A partir de esta experiencia, se encierra por el resto de sus días en un convento jansenista, gira hacia la filosofía y elabora un pensamiento que todavía mantiene vigencia.
Pascal levanta una pregunta que será retomada por muchos otros con posterioridad. La pregunta por el ser humano. “¿Qué es el hombre? No es más que una nada respecto del infinito, un todo respecto a la nada, un punto medio entre la nada y el todo, infinitamente alejado de poder comprender los extremos. (…) igualmente incapaz de ver la nada de la que es sacado y el infinito por el que es engullido”. Pero Pascal va todavía más lejos: “La grandeza del hombre reside en saberse miserable. Un árbol no se sabe miserable.” Se trata de una idea aparentemente paradójica: la grandeza del ser humano reside en aceptar su miseria, su profunda precariedad.
Una idea equivalente será levantada por el filósofo alemán contemporáneo, Peter Sloterdijk, al sostener que “el hombre es un animal fracasado”: un ser vivo arrojado a la existencia en condiciones de extrema precariedad y obligado a compensar sus debilidades para poder sobrevivir. Uno de sus principales recursos para lograrlo es su capacidad de lenguaje. Gracias a él, los seres humanos pueden, por un lado, establecer vínculos sociales que le permiten encarar de mejor manera los desafíos que resultan de su inicial precariedad y, por otro lado, desarrollar niveles de conciencia muy superiores al resto de los animales, lo que lo habilita a anticipar y diseñar futuros.
Pero el disponer de tal capacidad de conciencia le impone al ser humano un precio: saberse miserable. El reconocimiento de su miseria obliga al ser humano a levantarse por sobre ella y ello implica asignarle un sentido a su vida. La búsqueda de sentido de vida representa la forma como buscamos superar la miseria y precariedad de nuestra existencia. Ellos son los términos de la ecuación existencial que todo ser humano debe ser capaz de resolver. Se trata, sin embargo, de un desafío que, en el escenario de la Modernidad, no es fácil de encarar. Desprovisto del refugio religioso tradicional, que tradicionalmente servía de base en los procesos de generación de sentido, los términos de esta ecuación son difíciles de conciliar.
Enfrentados a este reto, Pascal nos señala: “Los seres humanos, al no poder evitar la muerte, la miseria, la ignorancia, se han puesto de acuerdo para ser felices no pensando en ello”. Esto representa una de las premisas centrales de su filosofía. La idea de que, si miramos descarnadamente nuestra existencia, por lo general sentimos que no somos capaces de sobrellevar lo que esta mirada devela y por lo tanto optamos por quitar la mirada, por negar las dimensiones miserables de nuestra existencia. Los seres humanos, según Pascal, optan por conducir sus vidas por el camino de la inautenticidad, de lo que caracteriza como la diversión.
Diversión es un muy buen término. Tiene distintos sentidos y gran parte de ellos se complementan. Está asociado con lo diverso y con lo divergente. También con el divertirse, por lo tanto, con el entretenerse y con lo divertido. Implica desviarse, salirse del camino principal, alejarse de la senda. Se le vincula con la distracción, con la evasión, con perder la atención y el foco. Permite asociarlo con la idea de llevar una “vida distraída”, que se centra en lo accesorio y evita poner atención en lo principal. Ello apunta a la noción de inautenticidad, a la idea de llevar una vida de espaldas a la propia vida y a sus desafíos fundamentales.
Pascal lo ha vivido él mismo. Sabe que hay momentos en los que la vida nos impide mirar para el lado, en los que ésta se nos presenta descarnadamente, en toda su miseria, y nos obliga a hacernos cargo de ella. En esos momentos, la diversión se detiene, súbitamente despertamos y la angustia tiende a apoderarse de nosotros. En la medida que no logramos sacudirnos de esa angustia, en la medida que ella se proyecta en el tiempo, caemos en depresión.
Es interesante examinar el fenómeno de la depresión, posiblemente la enfermedad más característica de nuestra época. Es innegable que muchos estados depresivos pueden remitir a causas orgánicas, como lo son los desequilibrios hormonales. Esto no lo ponemos en cuestión. Pero más allá del dominio biológico, la depresión también se expresa en el dominio existencial y lo hace como crisis de sentido de vida, como clausura de las posibilidades que proyectamos en el futuro. En el dominio existencial, uno de los efectos la depresión consiste en poner en jaque en tipo de ser que hasta ahora hemos sido. Ese ser, confrontado con sus condiciones actuales de existencia, se sabe en un callejón sin salida, se intuye como un ser obsoleto.
El planteamiento que Pascal nos hace, encierra un aspecto que es importante rescatar. Lo que su pensamiento nos plantea es que, en la Modernidad, por lo general todos los seres humanos vivimos en un estado de depresión latente, un estado del que buscamos arrancar, evitando fijar la atención en nuestras precarias condiciones de existencia y optando por el camino de la diversión, de darle la espalda a la existencia, de mirar para otro lado. Desde esta perspectiva, la depresión no es sólo una particular patología individual – lo que, sin duda, puede también serlo – es también un fenómeno social, histórico, que proviene de las condiciones propias de nuestra época. Sin el afán de diversión que hoy buscamos, esa depresión histórica tendería muy posiblemente a manifestarse. La diversión sólo la esconde. En rigor, estamos deprimidos y no nos damos cuenta, pues nos obligamos a mirar para otro lado.
Desde la época que le correspondiera vivir a Pascal, hace cerca de 400 años, el camino de la diversión sólo se ha amplificado. Con el desarrollo de los medios de comunicación y de las tecnologías de la información, hemos entrado de lleno en lo que varios han bautizado como sociedad del espectáculo1. El ser humano contemporáneo se ha convertido en un tipo de persona que conduce crecientemente un tipo de existencia vicaria, utilizando mecanismos de sustitución.
En efecto, hoy se vive cada vez más a través de múltiples mecanismos de sustitución, con la atención puesta en las vidas de otros, sean éstos ficticios o reales, como en el caso de las llamadas “celebridades” o de otras figuras públicas destacadas de la sociedad; de los “realities” que se exhiben en televisión; con los personajes de las telenovelas u otras series televisivas, o de las películas de ficción, o de aquellos que nos proveen los “best sellers”.
Todo ello conduce a un tipo de existencia basada en mecanismos de externalización, como lo son, por ejemplo, el apego constante a las noticias, las que exhiben una tendencia cada vez más “amarilla”, sensacionalista; el predominio de la farándula, en las que se impone lo trivial, lo frívolo, lo escandaloso, lo superficial. A través de estos mecanismos de sustitución, el sentido de nuestras vidas es provisto, de manera significativa, por el acceso a la vida de otros y la curiosidad que ello nos plantea. La palabra misma de diversión muta su significado. Ya no significa alejarse o desviarse, sino sumirse en el entretenimiento. La importancia que hoy han logrado los videojuegos es otra expresión de este mismo fenómeno.
El desarrollo de la cultura de masas, además de universalizar el acceso a los bienes culturales, lo que es sin duda positivo, ha significado también un proceso de creciente degradación cultural. Vemos cómo las obras culturales, que en el pasado promovían una experiencia de profundización y enriquecimiento interior, de refinamiento y cultivo del alma, se hacen cada vez menos accesibles. Pocos son los jóvenes que hoy leen los llamados “clásicos”. El público que asiste a los conciertos de música selecta, disminuye progresivamente. Los espacios de recogimiento y silencio, o aquellos que estimulaban conversaciones más íntimas, profundas y estimulantes, hoy se ven invadidos por el sonido estridente que proveen distintos medios.
Este es un tema en el que podríamos quedarnos mucho tiempo. No es ese nuestro objetivo y otros ya lo han hecho abundantemente. Lo que nos interesa destacar es que estos desarrollos nos desvían de nosotros mismos y de los desafíos que en la vida cada individuo se ve obligado a encarar. El fenómeno que hemos descrito ha sido desarrollado por varios otros filósofos posteriores a Pascal. Lo encontramos, por ejemplo, en el concepto del “último hombre”, desarrollado por Nietzsche. Lo volvemos a encontrar en la noción del “das Man”, propuesta por Heidegger y en la que éste nos habla la creciente tendencia de los individuos a orientar sus vidas de acuerdo a lo que “se” dice, a lo que “se” lee, a lo que “se” usa, etc. Ese tal “se” conforma un ser impersonal ficticio que en rigor no es nadie, que remite muchas veces a los agentes de publicidad, que nos aleja cada vez más de nuestra capacidad autónoma de elegir, de diseñar y de vivir nuestras propias vidas.
Ésta es, sin duda, una de las variantes de lo que hemos llamado una existencia vicaria, de espaldas al carácter único e irrepetible de nuestra propia existencia. Pero hay múltiples otras variantes que se combinan con la anterior. Una de ellas, que estimamos que no es posible dejar de mencionar, es el activismo embrutecedor. El sumergirnos en un hacer obsesivo y desgastador, en el trabajo por el trabajo y no al servicio de alcanzar en nuestras vidas objetivos trascendentes y ennoblecedores.
No se trata en estos casos de desplegar la capacidad de acción que exhiben los seres humanos y a través de la cual buscan comprometerse en transformaciones que satisfagan sus más profundas inquietudes. No es la acción lo que se valora en este caso, sino el hacer, el trabajo, el esfuerzo que se justifica por sí mismo y no por lo que busca alcanzar. La acción que reivindicamos y valoramos es aquella que se subordina al logro de una existencia más plena y satisfactoria. En vez de colocar el trabajo al servicio de una existencia plena, se termina por subordinar la existencia a un trabajo incesante y muchas veces carente de todo sentido y propósito. Quizás con la sola excepción de uno: el propósito de esquivar una mirada dirigida a nuestra vida y a nuestra forma de ser.
Como hemos dicho, podríamos señalar múltiples otras variantes de esta tendencia evasiva y escapista, a través de la cual enajenamos nuestra existencia. No lo haremos. Lo más importante es destacar el hecho de que estos esfuerzos elusivos, por lo general demuestran ser vanos. Tarde o temprano las condiciones concretas de nuestra existencia nos confrontan con situaciones que no podemos dejar de enfrentar. Tarde o temprano tenemos que interrumpir la mirada que tenemos puesta en la pantalla, el oído que estuvo atrapado en el dispositivo de música o en las conversaciones intrascendentes, y nos vemos obligados a reconocer que nos hemos tropezado, que nos hemos caído y que debemos hacernos cargo de nosotros mismos o de algunas relaciones que nos son o nos fueron fundamentales y que descuidamos.
En esos momentos descubrimos que no nos conocemos, que el ser que llegamos a ser se ha convertido en un extranjero, que deambula enajenado por la vida, como el personaje principal de aquella novela de Camus, que ha perdido su más elemental humanidad. Súbitamente descubrimos que hemos invertido tanto tiempo en mirar a otros, en mirar para fuera, que no sabemos mirarnos hacia adentro y en mirarnos a nosotros mismos. Descubrimos, en último término, que no sabemos cómo resolver los problemas que hoy enfrentamos. Para algunos, esto se acompaña con la visión del desierto; para otros, con la visión del abismo. Terminamos por convertirnos en extraños a nosotros mismos.
Nuestro entorno se nos presenta como inhóspito. Hemos perdido una parte importante del sentido de vivir. Luego de distraernos con tantas cosas y por tanto tiempo, ahora experimentamos el vacío, la nada. Sentimos desconcierto, tristeza, angustia, depresión. Los esfuerzos por emprender nuevas diversiones no logran, bajo estas circunstancias, disipar nuestro profundo sentido de orfandad. Algunos tienen la sensación de que Dios nos ha soltado de la mano. Miran donde siempre les dijeron que se encontraba y ya no lo encuentran. Le hablan y no responde. No reciben sus señales. Al no saber dónde encontrarlo, cuestionan su existencia. Sólo constatamos que esta experiencia ha devenido algo generalizado para un número cada vez mayor de los hombres y mujeres contemporáneos.
Es importante advertir que nuestras palabras no están dirigidas de manera especial a los académicos, sino a quienes circulan por la calle y se congregan en las plazas. Ello, por supuesto, no nos blinda frente a la crítica académica. Por lo contrario, toda crítica es bienvenida y ninguna, por provenir de un lugar determinado, queda por ello excluida o invalidada. Pero nuestro objetivo no es el alcanzar el oído académico, sino el de ayudar a los seres humanos comunes y corrientes a entender mejor lo que les pasa, a articular lo que viven y comprender por qué ello acontece y buscarle caminos de solución.
Es el momento de hacer que la filosofía deje de hablarle de manera preferencial a los filósofos, encerrados, como lo han estado, en sus bastiones inexpugnables, y comience a mostrarnos a todos, su capacidad de iluminar y de guiar nuestra existencia. Éste es el fuego del que nos hablara Heráclito, fuego por el que se sacrificara Prometeo, al robárselo a los dioses para entregárselo a los seres humanos.
[1] Ver, por ejemplo, Mario Vargas Llosa (2012), La civilización del espectáculo y los textos examinados en dicha obra.