20 junio 2017 / por Orliana
Rafael Echeverría
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Presidente Honorario de la FICOP
2017
Anuncio de que vamos a realizar un giro. Antes de hacerlo, hagamos sin embargo una breve recapitulación de lo acometido hasta ahora. Hemos sostenido que dos desarrollos diferentes nos impulsan a modificar radicalmente tanto la forma como hemos concebido la realidad, como la manera como nos concebimos a nosotros mismos. En otras palabras, ellos contribuyen a producir un viraje ontológico fundamental, de proporciones históricas.
Estos dos desarrollos son, en primer lugar, las transformaciones concretas que se han producido a nivel de la historia y muy particularmente aquellos que han tenido lugar en relación con los cambios registrados en las tecnologías de la información y la comunicación, las tecnologías que afectan la conectividad entre los seres humanos y que representan las principales tecnologías del cambio. Además de los cambios directos que estas tecnologías acometen, ellas cambian también la forma y el ritmo del propio cambio
Pero, en segundo lugar, hemos señalado que este cambio histórico fundamental requiere a su vez de importantes desarrollos intelectuales, los que requieren ser considerados por sí mismos. Éstos van sumiendo en una creciente obsolescencia nuestra ontología tradicional – la que hemos llamado “el programa metafísico – a la vez que van produciendo las condiciones necesarias para la emergencia de una manera cualitativamente distinta de conferir sentido. Para que ésta última pueda emerger, no basta con los desarrollos históricos concretos ligados a las transformaciones tecnológicas, es necesario que exista también un sustrato teórico en el que ella pueda sustentarse.
Gran parte de lo que hemos hecho hasta ahora ha consistido en identificar los principales desarrollos intelectuales – registrados tanto en la filosofía, como en las ciencias – que han ido progresivamente generando las condiciones para producir esta gran mutación en nuestra mirada, en la manera como interpretamos el carácter de la realidad, de nosotros mismos y de la propia existencia.
Alguien podría reprocharnos que hemos dejado fuera algunos desarrollos teóricos que, en su opinión, son tanto o más importantes que aquellos que hemos escogido. Ello es válido. Nosotros mismos estamos conscientes de que existen diversas otras contribuciones que son también relevantes. Pienso, por ejemplo, en Pascal y en Hume, los que – aunque aludidos – hemos debido dejar fuera. Así como ellos, hay también muchos otros.
No desconocemos, por lo tanto, una cierta arbitrariedad en la línea que trazamos para incluir y excluir diferentes aportes. Pero creemos que con aquellos a los que sí hemos hecho referencia, es posible configurar una plataforma suficiente para, desde ella, efectuar el lanzamiento de un nuevo discurso ontológico, capaz de sustituir la hegemonía que hasta ahora, grados más, grados menos, ha asumido el programa metafísico, particularmente a nivel de nuestro sentido común. La hegemonía metafísica tanto en el terreno filosófico como científico, se esfumó hace ya mucho tiempo.
En consecuencia, pensamos que habiéndonos referido a:
1) la filosofía de Spinoza;
2) el aporte determinante de Nietzsche;
3) el desarrollo de la fenomenología;
4) la filosofía existencial de Heidegger;
5) la hermenéutica moderna y el papel que en ella le cabe a Gadamer;
6) la filosofía dialógica de Buber;
7) el nacimiento de la filosofía del lenguaje y los aportes de Wittgenstein y Austin;
8) los desarrollos registrados en las ciencias biológica;
9) la emergencia del enfoque sistémico y,
10) por último, las contribuciones de la psicología analítica,
con todos estos aportes, disponemos ahora de una plataforma suficientemente sólida para comprender mejor el nacimiento del discurso de la ontología del lenguaje. Diez importantes contribuciones – a las que, más adelante, añadiremos una más – que nos permitirán abordar en mejor forma aquello en lo que confluyen.
El discurso de la ontología del lenguaje, sin embargo, no es la mera suma de las contribuciones intelectuales que lo posibilitan. Uno de los rasgos fundamentales de un discurso es su capacidad de exhibir una cierta coherencia interna – coherencia siempre relativa – que le permite ser identificado por sí sólo, con independencia de las fuentes que en él concurren.
No se trata, por lo tanto, de una mera suma de componentes diversos. Estos componentes requieren poder articularse en una totalidad discursiva que se levanta por sobre las fuentes que en ella se integran. Ello es equivalente a la diferencia que existe entre el conjunto de los afluentes y el río que ellos finalmente conforman. O bien, entre el conjunto de las hebras y el tejido que a partir de ellas es posible producir. El tejido es algo distinto de las hebras que lo conforman. Es algo más que la mera suma de sus hebras.
Esta perspectiva de totalidad que conlleva la noción de discurso ha procurado ser tematizada de diferentes maneras en el desarrollo del pensamiento. Una de esas maneras, nos la proporciona la noción de “claro” que nos ofrece Heidegger. Sobre ella me he referido en otros lugares[1]. Es pertinente, sin embargo, volver a ella. Como se verá enseguida, al hacerlo no sólo nos apoyaremos en Heidegger, sino que haremos referencia también a dos filósofos adicionales que juegan un papel determinante en nuestro discurso: Heráclito y Nietzsche.
La filosofía de Heidegger se desarrolla ligada al entorno cultural en el que el filósofo crece y vive gran parte de su vida. Nos referimos a aquella región del este de Alemania donde se encuentra aquel lugar llamado la Selva Negra por tratarse de un bosque de árboles muy tupidos, que la hacían muy oscura. Heidegger no solo ensañaba en Friburgo, ciudad de esa misma zona, sino que tenía una cabaña en la que gustaba recluirse para leer, reflexionar y escribir. Ello le permitió desarrollar un estrecho vínculo con el folklore del campesinado de esa zona.
Pues bien, ese folklore disponía de un término que los campesinos habían acuñado precisamente a partir de sus experiencias en Selva Negra. Se trataba del término “lichtung” con el cual se referían a la experiencia que desarrollaban cuando entraban en ese tupido bosque de la Selva Negra, haciéndose camino entre sus árboles, hasta llegar a un espacio raleado, parcialmente iluminado, en el que, en vez de ver un árbol tras otro en la oscuridad del trayecto, percibían ahora que todos esos árboles en rigor conformaban un bosque que ahora les era directamente perceptible. Ese “lichtung” (que permite traducirse al castellano como “claro”) los habilitaba a ver los árboles como bosque. El “claro” les producía un cambio en la percepción visual, permitiéndoles transitar de una visión de los componentes a una visión de la totalidad.
Heidegger se apropia de ese concepto del “claro” y lo incorpora a su filosofía. Lo hace de distintas maneras. Por un lado, le permite sostener que la manera en que los seres humanos conforman la realidad remite al “lugar” desde el cual ellos la observan, al punto focal desde el cual esta realidad se configura, asumiendo el carácter que le confieren. Dicho de otra forma, la realidad no se nos presenta como es (esto ya lo había reconocido Kant), sino de acuerdo al “lugar” que ocupa quién la configura.
Kant remitía la forma como la realidad se nos presenta (la apariencia de los fenómenos) a la estructura de la conciencia. Heidegger subordina el papel de la conciencia por el carácter de la existencia humana, lo que es equivalente a su análisis sobre el Dasein, el ser existente. Una de sus importantes contribuciones consiste precisamente en dar cuenta de los contenidos de la conciencia, desde la perspectiva genérica del Dasein.
Es importante destacar la opción fundamental que sustenta la filosofía de Heidegger al desplazar su atención de la noción metafísica del Ser a un enfoque que arranca de la existencia, del Dasein, el ser existente con capacidad de preguntarse sobre si mismo y sobre su mundo. Desde la perspectiva de la existencia asumida por Heidegger surgen categorías que estaban ausentes en la filosofía de Kant. Entre ellas, por ejemplo, la noción de inquietud (en alemán, Sorge) inherente al Dasein y, desde ésta, una mirada al mundo que lo organiza en términos de recursos que sirven para responder a esas inquietudes.
Por otro lado, la noción de “claro” que nos propone Heidegger opera también a un nivel diferente, menos genérico que aquel que remite a su análisis general del Dasein. Sin contradecir su primer nivel de análisis, Heidegger reconoce que la manera como el Dasein configura la realidad puede acometerse, a su vez, desde distintos puntos focales, dando lugar a configuraciones diferentes de una misma realidad. En términos nuestros, diríamos que el Dasein puede encarnarse en observadores diferentes que configurarán realidades distintas, de acuerdo al carácter del “lugar” desde el cual observen. En otras palabras, no hay una sola forma en la que los seres humanos configuran la realidad. Ésta puede configurarse de manera diferente según el tipo de observador de que se trate.
Es más, el propio Heidegger se da cuenta que, a partir de su filosofía, él está produciendo un nuevo “claro ontológico”. En la medida que lo central de la filosofía de Heidegger es su análisis del Dasein, el tipo de ser existente que somos los seres humanos, esa novedosa compresión de cómo somos que él nos propone, no puede sino modificar muy radicalmente nuestra manera de configurar la realidad. No olvidemos lo que nos advierte el Talmud, “no vemos las cosas como son, sino como somos”. En la medida que modificamos la comprensión sobre cómo somos, modificamos también nuestra comprensión sobre cómo configuramos la realidad, como, asimismo, la realidad que somos capaces de configurar.
Ello implica que la filosofía de Heidegger nos conduce a una manera diferente de configurar la realidad, distinta de las forman previas de hacerlo. Desde el lugar donde él se para, la realidad se observa ahora diferente. El bosque que se percibe es otro, es distinto. El lector podrá apreciar que éste es precisamente uno de los fundamentos de nuestra concepción del observador[2]. Enseguida veremos que ello había sido previamente advertido por Nietzsche. No es extraño. Nietzsche juega un papel determinante en la filosofía heideggeriana.
Aunque el término filosófico del “claro” fue acuñado por Heidegger, anticipamos previamente que lo conectaríamos con dos filósofos anteriores: Heráclito y Nietzsche. La conexión de la noción heideggeriana del “claro” con Heráclito es el resultado de lo que podríamos calificar como un acto fallido, una suerte de lapsus. Pero, como nos lo advierte Freud, los actos fallidos no son necesariamente estériles y pueden ser reveladores.
En la década de los 60, Heidegger decide ofrecer un seminario sobre Heráclito. Para llevarlo a cabo invita un colega filósofo, seguidor de Husserl, pero muy abierto a los planteamientos de Heidegger. Se trata de Eugen Fink, quién entre sus obras, produce un libro interesante sobre Nietzsche[3]. La invitación de Heidegger a Fink culmina con el célebre Seminario Heráclito, ofrecido por ambos entre 1966 y 1967 y cuya transcripción ha sido publicada.[4]
El Seminario Heráclito se organiza tomando algunos de los fragmentos de Heráclito, los que son luego analizados por Heidegger y por Fink. Recordemos que Heráclito fue llamado en su época El Oscuro por expresarse de maneras que no siempre eran claras y que muchas veces generaban interpretaciones contradictorias. El contar con Heidegger y Fink, dos destacados filósofos, para examinar los significados posibles de las palabras de Heráclito resultaba, por lo tanto, un proyecto interesante.
Recordemos que Heráclito había planteado que el arché, el principio que subyace todo lo que existe, todos los fenómenos de la naturaleza, apuntaba, a tres elementos que, aunque distintos, Heráclito los reunía en uno sólo: el devenir, el logos (que en la Grecia de esa época apuntaba a la palabra, al lenguaje[5]) y el fuego que, como el devenir, está en constante movimiento. Una de las formas de expresión del fuego es el relámpago.
Pues bien, en un determinado momento en el Seminario, Heiddeger y Fink llegan al Fragmento 64, un fragmento muy breve que señala, “el relámpago conduce todo[6]”. El primero en comentarlo es Fink quién señala:
“En el fragmento 64 ‘ta panta’ (en griego, ‘todo’, todas las cosas, el universo en su multiplicidad) no significa una multiplicidad calmada y estática, sino más bien una multiplicidad dinámica de entidades, En ‘ta panta’ un tipo de movimiento es pensado precisamente por referencia al relámpago. En la luminosidad, específicamente en el ‘claro’ que el relámpago descarga, ‘ta panta’ queda iluminado y se adelanta revelando su apariencia. El ser desplazado de ‘ta panta’ es también pensado en la iluminación de las entidades que conlleva el ‘claro’ del relámpago”
Fink interpreta el relámpago del que nos habla Heráclito precisamente como una expresión del fuego (y, por ende, del lenguaje y del devenir) que frente a la oscuridad de la noche tiene el poder de iluminar, produciendo un claro, que permite generar orden en el caos y conferirle sentido a lo existente. Su comentario nos parece interesante si no perdemos de vista que para Heráclito el relámpago, expresión del fuego, confluye con el logos, con lenguaje.
Sin embargo, el comentario de Fink molesta a Heidegger. Fink ha utilizado el término del “claro” fuera del contexto en el que Heidegger lo había situado previamente y eso aparentemente le incomoda. De allí que se apresure a señalarle:
“Antes que nada, dejemos a un lado palabras como ‘claro’ y ‘luminosidad’”.
Fink se somete a lo que Heidegger le pide y evita continuar con su línea inicial de razonamiento. La intervención de Fink queda en los anales de la filosofía, como un acto fallido.
Pues bien, queremos rescatarla y colocarla al servicio de la misma noción de “claro” que Heidegger nos había propuesto originalmente. Si entendemos que el relámpago remite al fuego y que, en Heráclito, fuego y lenguaje son expresiones de un mismo arché, el sugerir, como lo hace Fink, que el lenguaje tiene la capacidad de iluminar una realidad que se presenta inicialmente como caótica y de conferirle orden y sentido, nos parece que hace un aporte a noción de “claro” que nos había propuesto Heidegger y muy en línea con su propia reflexión filosófica.
Desde nuestra perspectiva, Heráclito, Nietzsche y Heidegger, representan tres contribuciones filosóficas convergentes. Lo hemos señalado antes. El programa metafísico se inicia con Sócrates y se consolida con Platón y Aristóteles. Sócrates tiene el gran mérito de haber producido un importante giro en el desarrollo de la filosofía. En vez de preocuparse por identificar el principio (arché) que subyace en todos los fenómenos naturales, como lo habían hecho antes de él los filósofos naturalistas (llamados frecuentemente presocráticos), dirige la reflexión filosófica hacia la comprensión de la vida humana y de los valores o criterios que nos permiten un “buen vivir”.
Al producir este giro, Sócrates se da cuenta que requiere apoyarse en una de las dos propuestas filosóficas que, en su época, habían culminado en ofrecer caminos diametralmente opuestos para comprender la realidad: la propuesta de Parménides y la de Heráclito. Ante este dilema, Sócrates opta por seguir el camino ofrecido por Parménides. Sócrates hace esta opción sin que ello implique necesariamente una descalificación de la propuesta de Heráclito.
Tal como nos lo relata Diógenes Laercio en su Vidas de los filósofos, Eurípides le había facilitado a Sócrates la obra Sobre la naturaleza[7], de Heráclito, obra luego desaparecida. Al preguntarle posteriormente a Sócrates su opinión sobre ella, éste le habría señalado que le había parecido interesante. Sin embargo, le añade que para desentrañar su real significación se requerían de las habilidades de los buceadores de la isla de Delos (aquellos que extraían perlas de las profundidades de mar), habilidades que él creía no poseer. No es descartable que éste haya sido uno de los factores que inclinan a Sócrates a seguir la senda de Parménides.
Una vez que ello sucede, tanto el desarrollo de la filosofía de Sócrates, así como las de Platón y Aristóteles, se irán progresivamente distanciando de los planteamientos de Heráclito. Y aunque Sócrates no antagonizara con Heráclito, Platón y Aristóteles si lo harán. Ambos se obsesionan por demostrar que los planteamientos de Heráclito están profundamente equivocados y que deber ser erradicados. El programa metafísico se levanta, entre otras razones, procurando demostrar que lo sostenido por Heráclito era, en rigor, insostenible y que debía ser descartado.
Cuando, más de dos mil doscientos años después, Nietzsche constata el agotamiento del programa metafísico y la necesidad de sustituirlo por una compresión de la realidad y del ser humano radicalmente distinta, sabe que ello lo obliga a volver a la gran encrucijada en la que en su momento se encontró Sócrates y, a diferencia de éste, optar por el camino que éste desechara. Ello implicaba tomar la senda propuesta por Heráclito. Esto sintetiza el desafío asumido por Nietzsche. Entenderlo así, implica captar el carácter de su proyecto filosófico. Desde su perspectiva, el ciclo hegemónico del programa metafísico ha llegado a su fin y otro ciclo, muy diferente, debe sustituirlo. Su filosofía, en su propia opinión, representa el inicio de este nuevo ciclo.
Se trata, por lo tanto, de clausurar una larga etapa de reflexión filosófica y de iniciar otra radicalmente diferente que se apoya en los hechos en las premisas opuestas. En el corazón de esta confrontación se levanta, por un lado, la noción de “Ser” postulada por Parménides, concebido éste como inmutable, único y homogéneo y, por otro lado, la perspectiva del devenir, presentada por Heráclito, en la que nada es inmutable, en la que todo está guiado por la lucha entre los opuestos y en la que la realidad es vista como múltiple y contradictoria. Heráclito añade algo más: conecta el devenir con el logos, con el poder del lenguaje en su despliegue permanente.
Lo interesante para los efectos de la filosofía de Nietzsche es que el carácter de su contribución apela también a una noción particular del “claro”. Su imagen no es la del “lichtung” de los campesinos alemanes vecinos de la Selva Negra. Tampoco la del relámpago a la que acudiera Heráclito desde su antigua ciudad de Éfeso. Su imagen es la de la “aurora”, título de una de las obras más importantes de Nietzsche. Su filosofía ofrece un “claro” por cuanto ella es equivalente a la luz de un nuevo día, de un nuevo amanecer, a la luz que nos permite dejar atrás la oscuridad de la noche en la que previamente estábamos, sin siquiera advertirlo[8].
Desde esta nueva luz una nueva realidad se nos revela. El día que se inicia con esta particular “aurora”, no es equivalente a los días anteriores. La realidad que se ilumina no es comparable a la del pasado, pues está en cambio permanente, pues acontece en el tiempo y por cuanto ella durará hasta que sobrevenga un nuevo atardecer, que convocará a su vez a nuevas auroras, en un proceso imposible de predecir. Nietzsche es el primer filósofo moderno que, a diferencia de lo que hicieran los metafísicos que reducían el lenguaje ya sea al dominio de la retórica, o bien al dominio de la lógica racional, se reconecta con una concepción del lenguaje bastante más cercana al logos del que nos hablara Heráclito.
Hay un segundo aspecto en relación a la noción del “claro” que nos aporta la filosofía de Nietzsche, aspecto, por lo demás, bastante más relevante y que será posteriormente asumido por el propio Heidegger. Se trata de la crítica de Nietzsche a la noción metafísica de verdad y su reiteración que sobre las cosas sólo generamos interpretaciones.
Algunos podrán argumentar que la noción de interpretación no pone necesariamente en cuestión la noción metafísica de verdad, por cuanto podemos distinguir entre interpretaciones verdaderas y falsas. No es ésta la posición de Nietzsche. Desde su posición, sólo podemos hablar de interpretaciones verdaderas en la medida que el concepto de verdad que utilicemos deje de ser el metafísico. Ello implica que deje de suponer nuestra capacidad de acceder al ser de las cosas, tal como fueras previamente argumentado por Kant.
El concepto de verdad de Nietzsche no es metafísico, sino pragmático. Guarda relación con la capacidad de acción – dicho en otras palabras, con el poder – que son capaces de proveernos nuestras interpretaciones. De allí que nos señale:
“Todo está sujeto a interpretación; lo que hace que una determinada interpretación prevalezca en un momento determinado es función de su poder y no de su verdad”
El concepto de verdad al que Nietzsche alude en esta cita, es el concepto metafísico[9].
El concepto pragmático de verdad, en oposición al metafísico, cruza toda la filosofía de Nietzsche y lo vemos reiterado una y otra vez. Así, por ejemplo, Nietzsche afirma:
“La verdad es voluntad de ganar dominio sobre la multiplicidad de las sensaciones”
O bien,
“Nuestra salvación no reside en ‘conocer’, sino en ‘crear[10]’”
Nietzsche define su postura frente al conocimiento como perspectivismo. Todo lo que conocemos lleva nuestro propio sello. Todo conocimiento depende de las condiciones de nuestra existencia y del lugar desde el cual nos situamos para observar las cosas.
“No hay hechos-en-sí-mismos, en la medida en que un sentido requiere ser proyectado en ellos antes de que puedan ser ‘hechos’ (…) En el fondo, sólo hay ‘lo que existe para mí’”
“¿Por qué el hombre no ve las cosas? Se interpone a sí mismo: tapa las cosas”
Este perspectivismo de Nietzsche es, en último término, el fundamento de la teoría del observador invocada por la ontología del lenguaje. La hermenéutica tanto de Heidegger como de Gadamer, no hacen sino seguir los planteamientos iniciales de Nietzsche.
Nuestra concepción del claro tiene, por lo tanto, una triple filiación. Ella desciende de tres propuestas filosóficas diferentes. En primer lugar, obviamente, ella remite a Heidegger, quién acuña el término y le confiere un sentido del que nos apropiamos, que hacemos nuestro. Pero están también dos otros filósofos, muy distantes en el tiempo, de épocas muy disímiles, pero, no obstante, inmensamente cercanos en el desafío que ambos se proponen: Heráclito y Nietzsche. De una u otro forma, ambos se acercan a la noción de claro que enarbolará posteriormente por Heidegger. En Heráclito a través de la imagen del relámpago; en Nietzsche a través de su perspectivismo y con noción de una aurora, de un nuevo amanecer.
Uno de los problemas que tenemos con nuestros alumnos, es que una vez que concluyen nuestros programas de formación, si bien perciben la gran multiplicidad de nuevas distinciones y competencias que les entregamos, no siempre logran percibir el “claro” que todas ellas constituyen. Los griegos dirían que no logran transitar de “da panta” al “cosmos”. Éste último da cuenta de la unidad que la multiplicidad conforma.
Cuando ello sucede, desde nuestra perspectiva, se pierden lo más importante que conlleva nuestra enseñanza. Esta situación, suele ser todavía más pronunciada con quienes se forman en otras escuelas. En estos casos, la noción del “claro” suele estar ausente o es completamente rudimentaria. Ello nos ha obligado a introducir, al final de nuestro primer ciclo de formación, una presentación especial referida a la noción del “claro” en la que procuramos mostrar la importancia que éste reviste. Desde entonces, creemos que estamos generando alumnos inmensamente más poderosos de los que producíamos en el pasado.
Entonces, ¿qué es el claro? Es el lugar en el que se constituye un particular observador genérico. Digámoslo de otra forma: es el lugar en el configuramos nuestra mirada. La capacidad de identificar que las diversas distinciones que enseñamos y las competencias que las acompañan, remiten a un determinado discurso, la ontología del lenguaje, no es algo trivial. No es acto de vanidad sostener que enarbolamos un nuevo discurso. Todo nuevo discurso se asemeja al relámpago del que Heráclito nos hablara. Relámpago que ilumina todo cuanto existe de una manera particular, otorgando sentidos diferentes y pudiendo establecer relaciones que antes no percibíamos La unidad de lo existente no sólo reside en lo que allí existe, pues aquella no la vemos ni la podremos ver. La unidad la confiere nuestra mirada, el tipo de observador genérico en el que nos constituimos.,
De la misma forma como, desde un punto de vista sincrónico, que organiza el presente, las distinciones y competencias por si solas no logran producir un “claro”, no logran reconocer la unidad en la multiplicidad, de esa misma manera, las diferentes fuentes intelectuales del pasado, que conducen al presente, miradas en su perspectiva temporal y por lo tanto diacrónica, tampoco son suficientes para conformar por ellas mismas la unidad discursiva que define a un nuevo “claro”. Podremos ver los árboles, pero no lograremos ver el bosque; podremos ver los afluentes, pero no veremos el gran río; seremos capaces de identificar las hebras, pero no reconoceremos el tejido.
Sin embargo, lo más importante no está en que logremos ver las cosas con otros ojos, que logremos otorgarles sentidos que previamente no podíamos. Lo realmente importante es que esa nueva mirada nos permite actuar de manera diferente y generar resultados en nuestras vidas, en nuestras modalidades de convivencia con los demás, que antes nos eran completamente imposibles de alcanzar. Si este nuevo discurso no es capaz de ayudarnos ya sea a resolver o a disolver problemas de los cuales no lográbamos hacernos cargo y no logre proyectarnos hacia acciones más poderosas y. relaciones más plenas y armónicas, ese discurso pueda que tenga sólo un valor académico ficticio, pero, en rigor, vale muy poco. El valor de un discurso reside en su poder, en la capacidad de acción que logre generar en quienes se lo apropian, lo encarnan y lo hacen suyo.
Habiendo dicho lo anterior, es necesario reconocer que hay distintos tipos de “claros”. Diría incluso, distintos rangos de “claros”, de posibilidades de constituir observadores genéricos diferentes. Desde un cierto punto de vista, por ejemplo, el marxismo, el neoliberalismo, el psicoanálisis, permiten ser considerados como “claros” diferentes. Diferentes configuraciones culturales que congregan a una gran variedad de individuos, también permiten ser consideradas como estructuras discursivas y, como tales, permiten ser vistas de acuerdo a la noción de “claro” que acabamos de desarrollar. Todas ellas conforman tipos de observadores genéricos particulares.
Pero ellos no son el tipo de “claro” que nos interesa identificar en este texto. Consideramos que todas ellos, de una u otra forma, suelen ser tributarios de lo que llamaremos “claros ontológicos”. Son estos últimos el foco principal de nuestra atención. A diferencia de los anteriormente mencionados, ellos poseen un rango diferente. Se trata de los “claros” a partir de los cuales aquellos mencionados suelen constituirse.
Un “claro ontológico”, a diferencia de los anteriores, se sitúa a un nivel más general, todavía más genérico, que aquellos que mencionamos previamente. En rigor, un “claro ontológico” da cuenta – tal como está implicado en la noción de ontología que ya expusimos – de un discurso en el cual se establecen los presupuestos que le asignaremos a la realidad. Y uno de esos presupuestos y quizás uno de los más importantes – presupuesto que, por lo demás, que distingue al pensamiento moderno – es que los seres humanos conciben la realidad de acuerdo a cómo son.
De ello se deduce la importancia de responder primero, antes de preguntarnos por el carácter de la realidad exterior, la pregunta sobre cómo somos nosotros mismos. De acuerdo a la respuesta que demos a esta última pregunta podremos luego entender mejor cómo se nos presenta la realidad. Ello implica que el “claro ontológico”, para los modernos, no sólo incluye los presupuestos sobre el carácter de la realidad en general, sino también y muy especialmente, nuestra concepción sobre lo que define al propio ser humano.
Así entendido, el “claro ontológico” se convierte entonces en lo que en un momento – utilizando la terminología que nos proporciona Thomas Kuhn – llamáramos nuestro “paradigma de base” o el paradigma del cual se deducen el resto de nuestros paradigmas[11]. Se trata, por lo tanto, de identificar nuestra mirada fundante, aquella que antecede y condiciona nuestras formas más diversas y particulares de mirar. Como puede apreciarse, hay cuatro términos que frecuentemente utilizamos para referirnos a lo mismo: “claro ontológico”, “paradigma de base”, “mirada fundante” y “observador genérico”. Todos ellos son términos intercambiables, pues apuntan a un mismo concepto.
El principal valor de este concepto no reside tanto en lo que apunta y en lo que nos ayuda a conocer, lo que no deja de ser importante, sino en lo que nos permite hacer. Al reconocerse que nuestras distintas miradas remiten a una mirada que las antecede y las condiciona, sacamos a esta última de su invisibilidad y nos es posible ahora fijarnos en ella, evaluarla y compararla con otras modalidades alternativas y, sobre todo, asumir el desafío de su transformación, de crear una mirada diferente. El valor de esta distinción, por lo tanto, no es sólo su capacidad explicativa, sino, sobre todo, su poder transformativo. Sin la distinción, nos sería muy difícil ver aquello a lo que apunta, evaluarlo y cambiarlo. Éste es el poder de las distinciones.
En el párrafo anterior nos referíamos al valor o, si se quiere, a la importancia de la distinción “claro ontológico”. Algo diferente, sin embargo, es referirnos a la importancia, no de la distinción, sino de aquello a lo que ella apunta; no tanto del término, sino de aquella dimensión de la realidad que el propio término constituye. Nos estamos moviendo en torno a dos conceptos de la lingüística y de la lógica modernas: sentido y referencia. Se trata de dos dimensiones distintas.
Una vez que la distinción de “claro ontológico” confiere sentido y levanta una determinada dimensión de la realidad, cabe ahora preguntarnos por la relevancia de esta última: de la realidad que la distinción constituye. Ello implica ir más allá de la importancia de poder mirar algo que antes no percibíamos. Se trata de explorar el carácter de lo que ahora vemos.
Si como la distinción presume, podemos postular la existencia de una mirada fundante que condiciona el resto de nuestras miradas, ¿cuál es la gravitación concreta que ella posee? En otras palabras, ¿qué diferencia ella hace? La respuesta a las preguntas anteriores puede darse en dos planos. El primero, apunta a su poder explicativo. El segundo, a su poder práctico. Espero que lo que argumentaré más adelante pueda disolver la confusión que las distintas opciones que menciono puedan generar en el lector, a quién le pido paciencia.
Postulamos que la noción de “claro ontológico” nos permite identificar un “lugar” (lugar que sólo existe en el dominio interpretativo y no en el dominio físico, tal como sucede, por lo demás, con la noción de ‘gravedad’ utilizada por la física) que nos posibilita tanto entender mejor, como incidir en una multiplicidad de los fenómenos existenciales que se registran en nuestras vidas. A continuación, utilizaremos la expresión de observador genérico para apuntar a la noción de “claro ontológico”.
Pues bien, el tipo de observador genérico que somos nos lleva a hacer sentido de lo que enfrentamos y nos pasa de una determinada manera, nos conduce a formular los problemas de una determinada manera, destacando algunas cosas y prescindiendo de otras, utilizando ciertas categorías, que poseen un sentido particular, y no otras; en definitiva, parándonos en la vida de una determinada manera.
De acuerdo al tipo de observador genérico que seamos le conferiremos, por lo tanto, diferentes sentidos a lo que acontece, pero, sobre todo, ello nos conducirá por distintos caminos en nuestra existencia. El conferir sentido y formular de manera distinta los problemas (incluso el considerar que algo pueda o no pueda ser un problema), nos llevará a tomar diferentes acciones, a relacionarnos con la gente de distinta manera, a reflexionar sobre ese mismo acontecer por derroteros diferentes. En fin, a modalidades de vida que pueden ser radicalmente distintas. El observador genérico en el que nos constituyamos y aquel en el que estamos inevitablemente constituidos en el presente, no es algo trivial. Éste determina el conjunto de nuestra existencia y las modalidades particulares de convivencia que establecemos con los demás.
Postular, por tanto, la existencia de ese observador genérico, tal como lo reiteramos, no sólo nos permite entendernos mejor, sino que nos conduce a resolver muchos de los problemas con los que nos encontramos y que no sabemos cómo encarar. Ello posee la capacidad de abrir un campo de intervención que, de lo contrario, queda completamente invisibilizado. De esta manera, se pone en cuestión la idea de que la resolución de problemas es meramente una cuestión técnica.
Obviamente, muchas veces nuestros problemas permiten ser resueltos manteniéndonos al nivel de la técnica. Pero otras veces ello no es posible pues todo problema se constituye como tal por referencia a un observador genérico que así lo configura, que define algo como problema y que luego lo articula de una determinada manera. Como nos lo señalan personas tan diversas como Ludwig Wittgenstein, Gaston Bachelard o Donald Schön, el hacerse cargo de un problema no siempre requiere que nos concentremos en su resolución, muchas veces nos obliga a trabajar en su formulación. Hacernos cargo de él no siempre implica resolverlo, hay veces que implica disolverlo.
Dicho de otra forma, la distinción de un observador genérico nos proporciona un “punto de palanca” privilegiado para intervenir, en la media que su transformación tiene el poder de generar cambios cualitativos en el conjunto de nuestra existencia. Es a partir de este reconocimiento que del discurso de la ontología de lenguaje se desarrolla la disciplina del coaching ontológico. Ésta última busca desplegar el inmenso poder transformador que está presente en el discurso y colocarlo al servicio de ayudar a los individuos a desarrollar una vida más plena de sentido y a conformar relaciones más satisfactorias.
Muchas personas que no están familiarizadas con el coaching ontológico, cuando oyen de él lo relacionan con lo que hace la psicología. Ello es comprensible dado de donde vienen y de lo que de ella conocen. Sin desconocer un fecundo campo de enriquecimiento mutuo que puedan desarrollar el coaching ontológico con la psicología, existe entre ambos una diferencia importante que es conveniente destacar.
La psicología, sin limitarse a ello, tiene como uno de sus campos de intervención el trabajar con psicopatías. En muchas de sus aplicaciones busca hacerse cargo de anomalías, de desviaciones frente a determinados criterios de normalidad, a corregir lo que muchas veces es considerado como desviaciones en nuestra salud mental. Quienes consultan a un psicólogo se suelen percibir como “pacientes” y suelen considerar que su sanidad está en juego. Aceptamos que éste no es siempre el caso y que el psicólogo también tiene un amplio campo de intervención en el ámbito de la gente “sana”.
Pero ello marca una diferencia importante con lo que hace y lo que debe esperarse del coach ontológico. La experiencia de transformación que éste propone no es terapéutica. Se trata estrictamente de una experiencia de aprendizaje. De un aprendizaje muchas veces muy profundo, pero siempre en el dominio estricto del aprendizaje. La presunción de enfermedad y de terapia está ausente del campo de intervención del coach ontológico. Si éste sospechara que la persona a la que atiende requiere algún tipo de terapia, su obligación es derivarla a un especialista diferente. En cuanto coach ontológico, él o ella no están capacitados para resolver este tipo de problemas.
El reconocimiento de esta diferencia entre ambos profesionales no es trivial. Son muchas las consecuencias que se derivan de ella. Pero hay una que nos parece particularmente importante pues define una relación muy distinta entre el psicólogo y coach ontológico, por un lado, y la persona que, por el otro lado, es atendida por ellos. En el caso de la relación del psicólogo con su paciente, se trata de una relación marcada por la verticalidad, dada la asimetría que existe entre quién aporta el problema y quien se está encargado de resolverlo. Como sucede con el médico, a éste se le pide que cure la enfermedad. En la medida que esto ocurra, el paciente suele “pacientemente” someterse y concederle a su médico la autoridad para que la curación se realice.
En el caso de la relación entre el coach ontológico y su coachee se trata de una relación en la que predomina la horizontalidad entre ambos. Ello, por cuanto se producen en ésta una doble relación asimétrica en la que las asimetrías terminan por anularse entre sí. Es cierto que el coach ontológico posee distinciones y competencias que el coachee muy posiblemente no posee. Pero es siempre éste último quién tiene el poder de validar, de aceptar o de rechazar, lo que el coach pueda sugerirle, en la medida que lo que rige la interacción es el sentido de vida del coachee.
Ello es lo que en definitiva está en juego. Y sólo el coachee puede en último término decidir sobre ello. Nadie posee una autoridad mayor que él o ella para resolver sobre “su” sentido de vida. Ello obliga al coach ontológico a someterse, en último término, a lo que su coachee decida. Ello, que es un rasgo inherente la práctica del coaching ontológico, se convierte también en un criterio ético que regula la relación entre el coach ontológico y su coachee. Todo lo anterior implica que mientras en una relación terapéutica un elemento determinante del criterio final de eficacia está dado por la cura o sanación del paciente[12], en la interacción de coaching ontológico éste está dado exclusivamente por el juicio de satisfacción que expresa el coachee en términos del incremento de su sentido de vida.
El coach ontológico en el despliegue de su práctica utiliza, sin duda, un conjunto de distinciones, de competencias específicas, de procedimientos que con el tiempo se han ido desarrollando, todo lo cual busca garantizar la efectividad de su práctica y servir de mejor manera a su coachee. Ello es innegable. Sin embargo, como solemos reiterarlo, no menos importantes que lo anterior es la capacidad que exhiba el coach ontológico por situarse en el “claro ontológico” y operar desde allí. Su principal poder no reside en el dominio técnico de lo que haga, sino en su capacidad de observar a su coachee con ojos que éste no dispone para detectar las raíces más profundas que, en el observador que él o ella es, hacen que esté en la situación en la que se encuentra, situación que lo o la conduce a pedir ayuda.
Es desde el “claro” que el coach ontológico puede preguntarse, por ejemplo, qué es aquello que hace que esa persona defina como problema lo que le pasa; qué es aquello que la ha conducido a generarse ese problema; qué es lo que le impide hacerse cargo de él por sí misma. En otras palabras qué le impide ver lo que no ve y qué le impide tomar las acciones pertinentes. Para hacer lo anterior, no hay recetas. En otras palabras, no es a nivel de la técnica que ello se resuelve.
La diferencia entre el coach ontológico y su coachee descansa, en último término, en la convergencia de dos observadores genéricos distintos. De allí que sostengamos reiteradamente que un coach ontológico no se sustenta en el poder que otorgan determinados repertorios, sino en su capacidad diferencial de observación. El coach que se apoya en ciertos repertorios terminará siempre siendo, inevitablemente, un coach ontológico deficiente. En otras palabras, en rigor, no es realmente un coach ontológico. Para convertirse en uno, es preciso aprender a observar y a actuar desde un determinado “claro ontológico”. Es éste lo que le confiere poder.
Vamos a suponer que a estas alturas hemos logrado instalar y hacer comprensible la distinción de “claro ontológico”. El recorrido quizás no ha sido fácil, pero esperamos estar llegando a este punto de la mano del lector y que éste no se nos haya perdido en el camino y nos haya soltado en alguna de las tantas vueltas que hemos dado.
Confiamos que mucho de lo expuesto antes de llegar a esta sección, le haya facilitado al lector la tarea de seguirnos. Sería lamentable descubrir que nos hemos quedado solos. Si ello hubiese pasado y si el lector puede todavía escucharnos, le pedimos que no se culpe a sí mismo. La responsabilidad es enteramente nuestra. No hemos sabido hacer nuestro trabajo. Si el lector todavía está con nosotros, ello es motivo de celebración, pues hemos llegado a la cima de la montaña que inicialmente nos habíamos propuesto escalar. O, de manera inversa, estamos tocando el fondo más profundo de nuestra argumentación.
Los “claros ontológicos” (entendidos como los presupuestos desde los cuales configuramos nuestra concepción de la realidad a partir de cómo concebimos a los seres humanos) pueden ser infinitos. En el transcurso de la historia, distintas culturas han desplegado visiones genéricas de la realidad y del fenómeno humano muy diferentes. Miradas muchas veces contrapuestas. Cuando, por ejemplo, los europeos conquistan América, se encuentran con comunidades humanas que desplegaban visiones sobre la realidad y sobre los seres humanos muy distintas de las que ellos traían. En África, en Asia y en Oceanía, otras comunidades humanas exhibían visiones incluso diferentes.
Sin embargo, al interior de lo que conocemos como la cultura occidental, la que reúne a comunidades muy diversas y que va a tener una influencia creciente en todo un vasto territorio de nuestro planeta, una determinada concepción ontológica va a alcanzar una marcada hegemonía, subordinando progresivamente a muchas otras. Ya nos hemos referido a ella. La denominamos el programa metafísico. Desde que ella es coherentemente articulada en dos variantes distintas, por Platón y Aristóteles, hasta la fecha, han pasado ya más de 2300 años.
Desde el inicio mismo de la Modernidad, este “claro ontológico”, el programa metafísico, comienza a resquebrajarse, al punto de devenir hoy en día completamente anacrónico. El primer pensador que percibe este fenómeno y que nos plantea la importancia de avanzar hacia el desarrollo de un “claro ontológico” alternativo es Nietzsche. Éste decreta no sólo el colapso del programa metafísico, sino que identifica varios de los problemas que registran sus premisas. Nietzsche nos plantea también premisas alternativas para construir un “claro ontológico” diferente, aunque no utilice la distinción. Ello define el inicio de un proceso de gestación que culmina a fines del siglo XX.
Nietzsche no está en condiciones de levantar por sí mismo un “claro ontológico” alternativo que garantice las condiciones mínimas de coherencia que ello requiere. Él mismo pareciera intuirlo cuando expresa que su filosofía no busca constituirse en un sistema filosófico. Su filosofía es fundamentalmente contestaria, su objetivo es por sobre todo destructivo. Él mismo nos señala que hace filosofía con un martillo. Todavía faltan piezas fundamentales para que un nuevo “claro ontológico” pueda realmente emerger.
Sin embargo, el desarrollo posterior de la filosofía en el siglo XX – muchas veces de la mano del mismo Nietzsche – junto con el desarrollo que registran las ciencias, irán progresivamente llenando muchos de los vacíos que estaban presentes en la época en la que Nietzsche viviera. Nuestras secciones anteriores han procurado dar cuenta de las contribuciones más relevantes que avanzan en esta dirección.
A partir de tales desarrollos, consideramos que, por fin, se ha alcanzado un punto en el que un nuevo “claro ontológico” comienza a vislumbrarse. Hemos entrado en un nuevo “lichtung”. No sólo estamos viendo un nuevo bosque. También estamos en condiciones de reconocer que el bosque que hoy percibimos es cualitativamente diferente del que se nos presentaba desde el programa metafísico. Volviendo a nuestras metáforas, diremos que, además del relámpago, estamos ahora escuchando los truenos; que además de la luminosidad que nos anuncia un nuevo amanecer, estamos ahora viendo el sol del nuevo día.
Todo esto se manifiesta de muy diversas maneras en nuestra cultura. Son múltiples las manifestaciones culturales que hoy llevan una nueva impronta. Desde muy distintos rincones emergen planteamientos que se sustentan en premisas muy diferentes de las invocadas por el programa metafísico. Y nos parece de la mayor importancia reconocer este fenómeno pues él conlleva un elemento fundamental de ruptura y representa un cambio cualitativo en relación a nuestra tradición cultural.
Para distinguirlo es conveniente otorgarle un nombre. Y un nombre que lo diferencie del programa metafísico. No es el momento de ponernos creativos. Esos nombres ya le han sido otorgados y sólo nos cabe recogerlos. El nuevo “claro ontológico” ha sido caracterizado como “existencial y hermenéutico”. Hay quienes enfatizan el primer término, mientras hay otros que destacan el segundo. Creemos que ambos apuntan a cuestiones diferentes, siendo ambas igualmente importantes.
Ambos términos conllevan una oposición al programa metafísico. Existencial, por cuando no arranca de la noción metafísica del Ser, sino de una reflexión fenomenológica de la existencia humana. Hermenéutico, por cuando abandona el propósito metafísico de alcanzar verdades absolutas y trascendentes y acepta que sólo podemos generar interpretaciones, siempre provisorias y parciales; interpretaciones que se sustentan en interpretaciones y reconoce como criterio de validación de las mismas el poder relativo que ellas nos proporcionan.
El “claro ontológico metafísico”, por lo tanto, está siendo sustituido por un “claro ontológico existencial y hermenéutico”[13]. Como lo hemos dicho en otras oportunidades, ello equivale a cruzar al otro lado del espejo y descubrir que habíamos estado en el lado equivocado, en nuestra interpretación de la realidad. Ello puede ser caracterizado como una mutación del Dasein, de esa unidad de la que nos hablara Heidegger, que define la relación del tipo de ser que somos y el mundo que éste configura.
A partir de lo dicho, cabe preguntarse ¿cuál es el papel que le cabe al discurso de la ontología del lenguaje en este claro ontológico existencial y hermenéutico? En nuestra respuesta nos cuidamos de no caer en la arrogancia de sostener que el discurso de la ontología del lenguaje es la forma como se expresa este nuevo claro ontológico. Estamos conscientes que éste último se manifiesta actualmente en múltiples expresiones discursivas, que hacen aportes diversos, que enfatizan dimensiones distintas y configuran, todas ellas, un amplio proceso de articulación discursiva. Somos tan sólo parte de un proceso cultural que, con mucho, nos trasciende.
Reconocer esto último es importante pues nos obliga a estar permanentemente abiertos a contribuciones que provienen de lugares muy diferentes, las que corrigen, mejoran, complementan y permiten un proceso de mutuo enriquecimiento de este desarrollo discursivo que va más allá de una u otro aporte, de una u otra persona. Somos tan sólo parte de un proceso cultural mucho más amplio que nosotros mismos.
Pero hay algo adicional que es también importante señalar. Cuando se abandona el criterio metafísico de la verdad y se reconoce que el valor de toda interpretación reside en el poder que nos otorga, estamos obligados a aceptar que todo aquello que demuestre ser poderoso, que exhibe la capacidad de general resultados que valoramos, merece ser evaluado muy seriamente y, en último término, incorporado a nuestros propios discursos. Uno de los rasgos característicos de este claro ontológico existencial y hermenéutico es, por lo tanto, su carácter no sectario, su capacidad de absorción de propuestas distintas, su inmensa porosidad. Los discursos que puedan surgir en este nuevo claro ontológico no toleran el verse enclaustrados y reaccionan cuando alrededor de ellos se erigen murallas.
Cuando hablábamos del programa metafísico procuramos reconocer su estructura subyacente identificando lo que consideramos eran sus 5 premisas fundamentales. Si queremos ahora dar cuenta de lo que define este nuevo claro ontológico existencial y hermenéutico, no es suficiente hacerlo explicando por qué decimos que es existencial y por qué señalamos que es hermenéutico. Ello nos mantiene todavía en la superficie de lo que está involucrado y, por lo tanto, limita nuestra adecuada comprensión sobre su carácter.
Esto significa que estamos obligado a ir más lejos. Lo hemos dicho antes: no logramos dar cuenta de un “claro”, que se manifiesta en expresiones discursivas, con sólo reconocer el conjunto de las influencias que en él convergen. Tenemos que transitar de la multiplicidad de las influencias a la unidad del nuevo discurso. Sólo cuando esta nueva unidad discursiva se constituye, podemos hablar de la articulación de un nuevo claro.
Cuando nos referíamos al programa metafísico, procuramos dar cuenta de él con referencia a las 5 premisas mencionadas. Quizás en el futuro podamos dar cuenta de este claro ontológico existencial y hermenéutico a través un procedimiento equivalente y proponer de un conjunto restringido de premisas que sintetizan lo que en él es fundamental. No olvidemos, este dar cuenta de lo central de un discurso es, en sí, un fenómeno interpretativo y, como tal, permite acercamientos diversos. No existe un determinado camino “correcto”.
Pues bien, con el propósito de no dejar fuera aspectos que creemos revisten una importancia determinante en este nuevo discurso, nos permitiremos realizar abordajes desde distintas perspectivas. Todas ellas nos parecen fundamentales para identificar lo que consideramos que es el núcleo que lo caracteriza. Se trata, por lo tanto, de una combinación de diversas radiografías y guarda relación más con un scanner que con una sola imagen. Nos obligamos a desarrollar estos acercamientos distintos en algún momento en el futuro.
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[1] Ver, por ejemplo, Rafael Echeverría, Por la senda del pensar ontológico, Capítulo II, JCSáez Editor, Santiago, 2007.
[2] Es también el elemento quizás más importante del coaching ontológico en la medida que éste privilegia por sobre todo lo demás, la mirada que el coach hace sobre la mirada de su coachee, sobre el tipo de observador que se revela a partir de los problemas que éste enfrenta.
[3] Eugen Fink, La filosofía de Nietzsche, Alianza Editorial, No.164, Madrid, 1976.
[4] Martin Heidegger & Eugen Fink, Heraclitus Seminar, Northwesterm University Press, Evanston, Il, 1993, p.6
[5] Posteriormente, con Aristóteles, su significado mutará a razón o racionalidad.
[6] Otras traducciones dan cuenta de él en términos de “el relámpago guía todo lo que existe”. Consideramos más adecuada la que hemos escogido.
[7] La institución del título, tal como hoy la conocemos, al parecer todavía no se había establecido en la Grecia en esa época. Ello implica que lo que hacía de título era aquella expresión que mejor apuntaba a lo que la obra procuraba examinar. En la medida que todos los filósofos presocráticos estaban interesados por dar cuenta del principio que anima a todos los fenómenos naturales (el arché), muchos de ellos usaron para sus obras el mismo título, Sobre la naturaleza.
[8] De la misma manera como Nietzsche toma el término de ‘aurora’ o de ‘amanecer’, utiliza también su opuesto, el término del ‘crepúsculo’. De allí el título de otra de sus obras importantes, El crepúsculo de los ídolos.
[9] Cabe reconocer que en los escritos de Nietzsche encontramos referencias positivas a la verdad. Sin embargo, el contexto de tales usos nos muestra que esa referencia en positivo no apunta al concepto metafísico de la verdad. Ello ha generado muchas veces confusiones y se le ha criticado a Nietzsche de tener una concepción contradictoria sobre la verdad. Desde nuestra perspectiva, éste es un error de interpretación.
[10] Idea, por lo demás, que está en consonancia con el planteamiento – previamente citado – del físico teórico Richard Feynman al señalarnos, “lo que no puedo crear, no lo entiendo”.
[11] Ver a este respecto Rafael Echeverría, El búho de Minerva: introducción a la filosofía moderna, JCSáez Editor, Santiago, 1991.
[12] Ello es incluso relativo. Siendo un factor importante, el paciente requiere también evaluar si esa sanación hizo o no sentido en términos del carácter de su existencia. Muchas veces los pacientes optan por evitar los sacrificios asociados en los procesos de curación.
[13] Algunos oponen lo ontológico a lo metafísico. Ello, en nuestra opinión, confunde dos niveles diferentes de análisis. Lo metafísico es una determinada opción al interior del espacio ontológico. Dentro de ese mismo espacio, hay múltiples otras opciones. Una de ellas es la que llamamos existencial y hermenéutica. Pero tanto la metafísica como la existencial y hermenéutica, son opciones ontológicas.