20 octubre 2016 / por Orliana
Rafael Echeverría, Ph.D.
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Presidente de la FICOP
Octubre, 2016
Hemos participado en el lanzamiento de un nuevo discurso, la ontología del lenguaje, y hemos avanzado en convertir lo que en un momento no era sino una práctica informal, el coaching ontológico, en una disciplina rigurosa. Frecuentemente se nos pregunta cuál es el origen tanto del discurso como de la disciplina y constatamos que podemos dar muy distintas respuestas.
Una de ellas, apunta a nuestra vida personal y cómo llegamos a pensar lo que hoy pensamos y hacemos. Ello implica hablar de nuestras crisis personales, de las encrucijadas, que nos condujeron al camino que finalmente tomamos y de las influencias y encuentros que marcaron nuestro particular desarrollo personal. Ésta es, sin duda, una respuesta válida. Me parece, sin embargo, que se trata de la respuesta menos interesante, por cuanto se concentra en una dimensión anecdótica y nos confiere como personas un papel desmedido.
Hay una segunda respuesta que nos ha parecido siempre más valiosa. Ella busca trazar el origen de lo que planteamos en determinadas propuestas de pensamiento que han sido fundamentales para configurar nuestra propia concepción. En este caso, no se trata de indagar en nuestra historia personal, sino en la historia del pensamiento y de nuestra cultura. La ventaja de esta respuesta es que permite ir a las fuentes efectivas de nuestras ideas, superando el plano anecdótico de nuestra historia personal.
Este segundo camino permite ser abordado en dos modalidades diferentes. La primera, alude a los antecedentes que, en la historia del pensamiento, han conducido a lo que hoy sostenemos. Ello implica asumir una perspectiva histórica. La segunda modalidad toma tanto el discurso como la disciplina en sus articulaciones presentes y, sin recurrir al pasado, identifica sus elementos constitutivos básicos: sus ejes más destacados, sus premisas fundantes, sus principios articuladores. La primera modalidad es diacrónica, se sitúa en el eje del tiempo; la segunda es sincrónica, despliega una mirada estructural o topográfica.
Sin embargo, este segundo camino, en sus dos modalidades, tiene el problema de situarse tan sólo en el plano de las ideas, dejando de lado los aspectos concretos del desarrollo histórico. Es desde éste último, de los desafíos que provienen de las condiciones históricas concretas, que levantamos los problemas a los que las ideas responden. Todos somos hijos de la época que nos corresponde vivir y es en ella que debemos buscar el origen de nuestras ideas. Las ideas no surgen tan sólo de ideas – aunque también lo hacen – sino que son, por sobretodo, respuestas a las condiciones históricas que nos corresponde encarar y los problemas que éstas últimas levantan.
Lo anterior, nos conduce a privilegiar los dos últimos caminos previamente descritos: aquel que se sitúa en el plano del desarrollo de las ideas, en sus dos modalidades, y aquel que conecta a éstas ideas con las condiciones históricas desde las cuales ellas se generan. Nos parece que éstas son las repuestas más poderosas, y, por lo tanto, las que mejor pueden servirle al lector, para comprender el carácter y la importancia de la ontología del lenguaje y del coaching ontológico.
Volvamos entonces a la pregunta inicial: ¿Cuál es el origen más profundo – la principal razón de “existencia” – del discurso de la ontología del lenguaje y de la disciplina del coaching ontológico? Lo que desarrollaremos a continuación buscar establecer la conexión entre las ideas y las condiciones históricas desde las cuales ellas emergen.
La ontología del lenguaje y el coaching ontológico surgen como una forma de hacernos cargo de la profunda crisis que hoy enfrenta la Humanidad: crisis que compromete la capacidad que tenemos los seres humanos para conferirle sentido a nuestras vidas. Nunca antes en la historia, la Humanidad había enfrentado una crisis de la profundidad que exhibe la que hoy encaramos. Ella no tiene precedentes históricos.
Los seres humanos somos un tipo particular de ser vivo. Para sobrevivir, no nos basta con disponer de una organización biológica con capacidad para reproducirse a sí misma, como sucede con todos demás seres vivos. Necesitamos algo más. Requerimos ser capaces de conferirle sentido a la vida. De no hacerlo, tal como nos lo advierte Albert Camus, se nos abre la opción del suicidio, la opción de terminar con nuestra existencia. Por lo tanto, más allá de la capacidad de reproducción biológica, los seres humanos nos vemos obligados mantener vivo el juicio de que nuestra vida tiene sentido.
Friedrich Nietzsche, fue uno de los primeros en advertirlo. Él nos señala que la Humanidad ha cruzado un umbral. Ha transitado desde una fase marcada por el hecho de que la vida nos obligaba a enfrentar múltiples problemas, a otra fase diferente, en la que la vida misma se convierte en el principal problema que debemos encarar. Pues bien, éste es un desafío que todavía no sabemos resolver.
¿Qué ha generado esta situación? ¿Qué pasó? ¿Cuáles son las condiciones que han producido este tránsito? Ello es el resultado de un amplio conjunto de factores y procuraremos enumerar los más importantes. Todos ellos han contribuido a configurar un escenario histórico muy diferente de aquel al que estábamos previamente acostumbrados.
En el pasado, las condiciones históricas que enfrentábamos se sustentaban en un marco de relativa estabilidad. Había, sin duda, muchos cambios, cambios que los seres humanos se veían obligados a sortear durante sus vidas. Pero ellos operaban en un trasfondo en el que predominaba la estabilidad. Es más, muchas veces esos mismos cambios eran vistos como respuestas por restituir las condiciones de estabilidad que se percibían afectadas. Otras veces, se trataba de mejorar las condiciones previas de estabilidad. Con todo, la perspectiva de la estabilidad predominaba.
Hoy en día, ese trasfondo de estabilidad ha desaparecido. La balanza entre la estabilidad y la transformación, entre el cambio y la conservación, ha terminado por inclinarse del lado de la transformación. Ésta última se ha convertido en el elemento sobresaliente de nuestras experiencias cotidianas. La estabilidad, por el contrario, tiende a desaparecer progresivamente de nuestro horizonte existencial.
Este nuevo escenario es el resultado del desarrollo de la Modernidad, período que se inicia hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII, y que culmina hoy en día con lo que llamamos Modernidad Tardía (llamada también por otros, posmodernismo). Este escenario comienza a hacerse presente en los inicios mismos de la Modernidad. Detengámonos en algunos de los factores que marcan esta transición.
El inicio de la modernidad occidental se va acompañado por un proceso de rápida expansión del mundo a partir del desarrollo de la navegación, el gran impulso que adquiere el comercio, el avance del pensamiento científico, sus efectos en la generación de nuevas tecnologías y la invención de la imprenta.
Con los nuevos descubrimientos geográficos y la expansión del comercio, Occidente se ve obligado a abrirse a una diversidad de la que antes lograba prescindir. Ello lo confronta con una multiplicidad de formas de existencia, de pensamientos, creencias y valores, con las que antes, por lo general, solía antagonizar. El intercambio comercial, por su parte, se sustenta en principios formales de libertad e igualdad de los agentes involucrados y ello impone grados significativos de respeto a la diversidad. En las relaciones de intercambio, las diferencias de valores y creencias devienen secundarias. Las transacciones comerciales se realizan prescindiendo de ellas.
El comercio promueve, por otro lado, procesos profundos de transformación, tanto en los individuos como en las naciones. Surgen nuevas preferencias y necesidades, que alteran las formas de vida y que cambian las estructuras productivas y financieras de la sociedad. Los países se abren a nuevas influencias culturales. El comercio tiene, además, un importante efecto democratizador por sustentarse precisamente en principios formales de libertad y de igualdad. Ello incide en las estructuras políticas de las naciones y se traduce en que los antiguos regímenes monárquicos devienen progresivamente anacrónicos, ajenos a los nuevos tiempos.
El impacto del desarrollo científico no puede ser subestimado. Con él se introducen nuevas modalidades de pensamiento, sustentadas en la racionalidad, la crítica, la evidencia empírica, todo lo cual va a generar tensiones con las modalidades de pensar tradicionales, sustentadas en creencias dogmáticas y en criterios de autoridad.
Pero más allá de lo anterior, el pensamiento científico introduce una nueva modalidad de explicar los fenómenos. Se trata de una modalidad con capacidad generativa. Ello implica que la ciencia no sólo provee explicaciones de los fenómenos examinados, sino que simultáneamente desarrolla la capacidad para producirlos, para generarlos. Ningún otro tipo de explicación había tenido ese poder. Ellas saciaban la curiosidad, pero sus efectos prácticos eran poco significativos. La utilización de la capacidad generativa de las ciencias se traduce en desarrollo tecnológico y ambos, ciencia y tecnología, producen una aceleración de los procesos de transformación.
Poco a poco emerge, como consecuencia de ello, una nueva mentalidad, una distinta manera de mirar el mundo y la existencia humana, muy diferente de la mirada tradicional del pasado. Tres son los rasgos más destacados de esa nueva mentalidad.
En primer lugar, el colocar al ser humano como punto de partida de los procesos de reflexión. Esto lo percibimos ya en Descartes, uno de los primeros filósofos modernos, que constata que debe iniciar su reflexión de sí mismo, del hecho de que se encuentra pensando. La primera premisa de su sistema conceptual será: “pienso, luego existo”. Partiendo de ella, Descartes intenta luego demostrar la existencia de la realidad exterior y, posteriormente, la existencia de Dios. Con ello se revierte el proceso de la Creación del relato bíblico, el cual terminaba con la creación el ser humano, en el sexto día. En esta nueva forma de pensar, el ser humano está en el inicio y Dios se encuentra al final. Ello es coherente con el espíritu de la Modernidad.
El segundo rasgo de la mentalidad moderna es la importancia que ésta le confiere a la duda, a la crítica y a el cuestionamiento, como modalidad de pensamiento. En la mentalidad tradicional, predominaba la fe y el supuesto de que las verdades se deducen de verdades, tal como lo planteaba el silogismo aristotélico. La Modernidad se rebela frente a esa forma de pensar y levanta la duda, en oposición a la fe, como un camino válido de reflexión. Este segundo rasgo lo vemos nuevamente presente Descartes a través de su propuesta de la duda metódica como método reflexivo. Este rasgo determina el carácter profundamente escéptico y anti-dogmático de la Modernidad.
Por último, el tercer rasgo de la mentalidad Moderna es la importancia creciente que ella le concede al tiempo y a los procesos de transformación. Esto se traduce en una mirada muy diferente sobre el futuro. En su fase inicial, se tratará de una mirada optimista, centrada en la noción de progreso. Posteriormente, esa mirada se hace más prudente, menos optimista, algunas veces, incluso pesimista. Pero, sea como sea, el ser humano moderno se va convirtiendo progresivamente en un ser humano parado de cara al futuro y consciente de que éste último será muy distinto del presente. Consciente, además, de que ese futuro dependerá, en gran medida, de lo que él (o ella) haga.
Todos los factores que se hallaban presentes en el inicio de la Modernidad, se acentúan marcadamente en sus fases posteriores. Hoy vivimos en un mundo globalizado e interdependiente, sustentado en una economía global, que vuelca sus productos y servicios en un mercado global. Vivimos en un mundo de alta competitividad, la que ejerce una fuerte presión sobre el conjunto de los agentes individuales para preservar su viabilidad económica y su vigencia competitiva. Un mundo en el que la importancia del individuo deviene predominante, atenuando los vínculos que éste mantenía en el pasado con su comunidad. La expansión de los medios de transporte acentúa el fenómeno de la globalización facilitando no sólo el intercambio de bienes y servicios, sino el desplazamiento global de las personas y desatando movimientos migratorios sin precedentes.
Pero el factor más importante tiene lugar con las revoluciones sucesivas que se producen en las tecnologías de información y comunicación, las que generan niveles de conectividad entre individuos y sociedades, que no tiene precedentes. Estas tecnologías han sido acertadamente llamadas tecnologías de cambio. En la medida que ellas incrementan de la conectividad humana, la capacidad de afectación e influencia mutua, el desarrollo de estas tecnologías se convierte en un factor determinante de la innovación y de la creatividad, de los procesos de transformación, produciendo un espiral ascendente de cambios.
Las tecnologías digitales, la emergencia de la Internet y su masificación, plantean hoy en día desafíos que todavía no logramos calibrar. Las coordenadas tradicionales de la vida humana, el tiempo y el espacio, pierden la importancia de antaño. Los distintos medios de comunicación hoy están en el centro de la existencia humana y juegan un papel fundamental en la vida de los individuos. El acceso al conocimiento se ha universalizado y está disponible a todos con sólo apretar una tecla en el computador. Ello genera grandes desafíos en los sistemas tradicionales de enseñanza. Todo esto se traduce en una aceleración sin precedentes de los procesos de transformación, aceleración que sólo puede incrementarse en el futuro.
Uno de los resultados más notables que emerge de este nuevo escenario guarda relación con los efectos que él produce en las condiciones concretas de existencia de los seres humanos. Gran parte de lo que, en un determinado momento había adquirido validez y era considerado como un sólido punto de apoyo, pronto muestras señales de obsolescencia. Ello sucede con las relaciones personales, las vocaciones, los conocimientos y las competencias previamente adquiridos. Las brechas generacionales tienden a ampliarse y los vínculos con nuestros hijos y con nuestros nietos se hacen más complejos. A menudo descubrimos que pertenecemos a mundos diferentes.
Cada vez son menos las personas que se mantienen en un mismo empleo durante su vida, tal como sucedía en el pasado; cada vez son menos las relaciones de pareja que duran por toda la vida; cada vez son también menos las personas que logran proyectarse en una sola carrera durante el curso de su existencia. Por otro lado, cada vez son más los que se ven obligados a migrar desde sus hábitats geográficos, sociales y culturales iniciales, hacia entornos radicalmente diferentes. Los seres humanos contemporáneos descubren que están obligados a reinventarse una y otra vez.
Las narrativas de trascendencia que en un momento nos daban sustento, sean éstas de carácter secular o espiritual, hoy han perdido su fuerza original de atracción. Ellas se han desgastado, y, en los hechos, han dejado de servirnos como mecanismos de sublimación en nuestras vidas. Las instituciones religiosas, por colocar un ejemplo, no sólo han perdido la influencia que exhibieran en el pasado, sino que muestran a menudo inquietantes signos de descomposición interna.
En un mundo que se estructuraba en un marco de estabilidad, era posible levantar la noción de un Ser inmutable como sustento de todo lo existente. En el mundo nuevo de la Modernidad, atravesado por las transformaciones, ese concepto tiende a colapsar y a hacerse cada vez más insostenible. Al derrumbarse la idea de ese Ser inmutable, el sentido de la vida aparece progresivamente amenazado por la presencia angustiante de la nada, del abismo, del sinsentido. Ello compromete la sustentabilidad de nuestra existencia.
Este nuevo fenómeno surge, en rigor, de la conjunción de dos factores que es importante identificar. El primero es aquel que hemos descrito y que remite a ese cambio cualitativo del escenario histórico, que nos hace transitar desde un mundo sustentado en un marco de estabilidad a un mundo en el que ahora predomina la transformación. Pero esto último, en sí mismo, es insuficiente para justificar la profunda crisis que hoy enfrentamos.
Para que esta crisis se produzca es necesario reconocer un segundo elemento. Se trata del agotamiento de la concepción que durante siglos tuvimos sobre el carácter de la realidad, incluyéndonos a nosotros mismos. Nuestra concepción sobre el carácter de la realidad se denomina ontología. Ya tendremos oportunidad de profundizar en este concepto.
Pues bien, esta crisis emerge a partir de la contradicción que se produce, por un lado, entre el cambio de las condiciones históricas concretas que hemos descrito y, por el otro, nuestra concepción sobre el carácter de la realidad.
No siempre estamos conscientes de que disponemos de una concepción sobre el carácter de la realidad, de una ontología. Si se nos preguntara cuál es nuestra concepción sobre el carácter de la realidad, muchos responderán que no cuentan con una tal concepción. Sin embargo, en el trasfondo más profundo de nuestro sentido común ella está presente, aunque en estado implícito. En términos freudianos diríamos que ella conforma el piso de nuestro inconsciente.
Esta concepción implícita, no consciente, la llamamos nuestra ontología subyacente. Los seres humanos corrientes, por lo general no la reconocemos. Sin embargo, comenzamos a intuir que ella está allí cuando constatamos que nuestra forma habitual de hacer sentido entra en crisis. Entonces comprobamos que disponíamos de una manera particular y habitual de interpretar la realidad y que ella ya no nos está sirviendo. Es sólo entonces que esta ontología subyacente comienza a hacérsenos presente, permitiéndonos visualizarla y hacerla explícita.
Durante siglos, hemos sustentado una concepción de la realidad que, a falta de mejor nombre, hemos llamado metafísica. Aunque poco sepamos sobre metafísica, el hecho es que esta concepción ha sido el trasfondo de nuestro sentido común y el fundamento de la manera como hemos hecho sentido de las cosas y de la vida. Ha sido a partir de ella que hemos encarado los desafíos que la vida nos planteaba, que hemos constituido nuestras relaciones y hemos tomado las acciones que nos ha correspondido ejecutar. Hemos sido metafísicos sin incluso saber lo que ello significaba.
Uno de los efectos de la crisis que hemos descrito, es el habernos permitido tomar conciencia de este hecho. Con el cambio de las condiciones históricas, la noción de un Ser inmutable, propio de la ontología metafísica, inevitablemente deja de servirnos. Ello no sucede como resultado de una crítica intelectual. Lo hace por cuanto las nuevas condiciones históricas dejan de avalarla. Las críticas, que sin duda existen, son tan sólo expresión de que las condiciones históricas han socavado la utilidad que en el pasado nos prestara la noción de un Ser inmutable.
Para salir de esta crisis y recuperar nuestra capacidad de conferirle sentido a la vida, es imperativo revisar nuestra concepción ontológica tradicional y avanzar hacia una ontología diferente. Tal es el objetivo que se plantea el discurso de la ontología del lenguaje, el que da lugar a la disciplina del coaching ontológico. Esta última, apoyándose en la emergencia de una nueva ontología, busca ayudarnos a salir de los problemas que enfrentamos en la vida, como consecuencia de las transformaciones históricas descritas y del hecho de estamos todavía atrapados en una ontología metafísica, que ha dejado de adecuarse a las nuevas condiciones. La gran crisis de nuestra época, por lo tanto, es una crisis a nivel de nuestra ontología.