3 abril 2017 / por Orliana
Rafael Echeverría, Ph.D.
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Presidente Honorario de la FICOP
2017
En su momento señalamos que la prioridad que el programa metafísico le confería a la razón – tanto como camino para acceder al ser de las cosas, como, a sí mismo, como rasgo esencial de lo humano – estuvo asociada con el prolongado ocultamiento del papel que le cabía al lenguaje. Más allá de un interés parcial y secundario dedicado a la retórica, el interés por comprender el lenguaje devino algo residual y sólo aparecía, de manera indirecta, en el análisis de los llamados lenguajes formales – como la lógica y las matemáticas – por cuanto ellos eran concebidos como la expresión de las reglas que debía seguir un razonamiento correcto. El lenguaje ordinario que los seres humanos utilizaban en su cotidianidad, escapó, durante mucho tiempo, a la atención de la reflexión filosófica. El lenguaje ha sido, por demasiado tiempo, el gran ausente en la historia de la filosofía.
Esta situación comienza progresivamente a modificarse con la Modernidad. Sin todavía devenir un tema central de la filosofía, el interés por el lenguaje comienza a despertarse poco a poco. Ello da lugar a dos acercamientos muy diferentes en la comprensión del lenguaje, llamados por el filósofo canadiense Charles Taylor[1], la teoría designativa y la teoría constitutiva del lenguaje. La primera, exhibe una marcada cercanía con el desarrollo de las ciencias y del empirismo anglo-sajón y tiene como sus representantes más destacados a Thomas Hobbes (1588-1779), John Locke (1632-1704) y Etienne Bonnet de Condillac (1714-1780). La segunda, emerge del romanticismo alemán, el que conlleva una reacción contra el predominio del desarrollo de las ciencias naturales sobre el conjunto del conocimiento. Sus representantes principales son Johann Georg Hamann (1730-1788), Johann Gottfried Herder (1744-1803) y Wilhelm von Humboldt (1767-1835).
No es del caso profundizar en las diferencias entre ambos acercamientos. Bástenos señalar que mientras el enfoque designativo concibe al lenguaje como un instrumento que nos permite precisamente designar las cosas y las ideas; el enfoque constitutivo lo concibe como algo anterior a los individuos, que constituye el mundo que ellos habitan y que expresa y transforma sus formas de ser. Mientras el enfoque designativo despliega una mirada atomista sobre el lenguaje, enfatizando la relación del individuo con las palabras; el enfoque constitutivo desarrolla una mirada holística, que predefine las condiciones de existencia de los seres humanos y cuya adecuada comprensión no se alcanza a partir de las acciones que emprenden los individuos.
Estos dos enfoques se desarrollarán de manera paralela hasta el siglo XX. A partir de entonces, la teoría constitutiva del lenguaje comienza progresivamente a ganar importancia. Ya en la segunda mitad del siglo XIX, Nietzsche se había inclinado en esta dirección y había reiterado la importancia del lenguaje como tema de reflexión filosófica para avanzar en la comprensión del ser humano. Pero en los inicios del siglo XX, tendrán lugar algunos desarrollos importantes que impulsarán el creciente predominio del enfoque constitutivo del lenguaje. Entre éstos, cabe mencionar el nacimiento de la lingüística moderna, con Ferdinand de Saussure (1857-1913), a comienzos del siglo XX y los aportes de Gottlob Frege (1848-1925) quién da lugar al nacimiento de la lógica moderna y enfatiza la distinción entre sentido y referencia, la que representa un cuestionamiento a las premisas del enfoque designativo. Para Frege, el sentido de una palabra está conferido por la frase de la que forma parte, más que por aquello que designa.
Más adelante, con el desarrollo de la filosofía analítica, propia del mundo anglo-sajón, se produce un interés creciente por lenguaje ordinario. Ello lo vemos expresado en las filosofías de G.E. Moore (1873-1958) y de Ludwig Wittgenstein (1889-1951), lo que implica un desplazamiento en el énfasis previamente puesto en los lenguajes formales. Para estos dos filósofos, el sustrato para comprender los lenguajes formales debe ser el lenguaje ordinario, pues los primeros no son sino casos particulares del fenómeno general del lenguaje y derivaciones que nacen del lenguaje ordinario.
Las contribuciones filosóficas de Heidegger y de Wittgenstein, los dos exponentes más sobresalientes del pensamiento filosófico del siglo XX, son las que finalmente se traducirán en el predominio que alcanzará el enfoque constitutivo del lenguaje. Para Heidegger, el lenguaje resulta un factor fundamental para avanzar en la comprensión de la existencia humana. Su influencia se hace sentir más adelante en el desarrollo de una hermenéutica existencial, tal como ella se despliega en las filosofías de Gadamer y de Ricoeur.
Mientras Heidegger arranca de la existencia humana para llegar al lenguaje, Wittgenstein sigue el trayecto contrario: arranca del lenguaje como una manera para llegar a comprender los desafíos éticos, de sentido de vida, que caracterizan a los seres humanos. Con Wittgenstein nace la filosofía del lenguaje, rama de la filosofía que, con los años alcanzará una creciente importancia, desplazando el papel protagónico que durante siglos le había cabido a la epistemología, la rama de la filosofía preocupada por el conocimiento.
Nacido en Austria, en el seno de una familia judía acaudalada, Wittgenstein se traslada a Inglaterra donde estudia con Bertrand Russell (1872-1970) y luego se integra como profesor a la Universidad de Cambridge. Uno de los rasgos más destacados de su contribución filosófica es el hecho de que nos propone no una, sino dos importantes filosofías. En ambas, su preocupación central es la comprensión del lenguaje. Habrá quienes se declararán seguidores de su primera filosofía, mientras que otros se declararán fieles a la segunda. Cabe advertir, sin embargo, que la segunda filosofía de Wittgenstein se desarrolla como una crítica de la primera. Su primera filosofía está expuesta en su obra Tractatus Logico-Philosophicus, publicada en 1922. Su segunda filosofía, está desarrollada en su obra Investigaciones Filosóficas, publicada póstumamente en 1953, luego de su muerte en 1951.
¿Cuál es el elemento determinante que separa ambas filosofías? Mientras en la primera, Wittgenstein sigue el enfoque designativo, en la segunda, no sólo adopta, sino que contribuye de manera significativa al desarrollo del enfoque constitutivo del lenguaje. Ésta es la clave que permite distinguir ambas filosofías. Ello marca una diferencia fundamental entre ambas. En sus años posteriores, Wittgenstein rechaza los postulados en los que se había apoyado en la primera fase de su desarrollo filosófico.
Si bien el tema central de sus dos filosofías es el lenguaje, es importante reconocer que su inquietud fundamental está más allá del mero lenguaje. Se trata del tema del sentido de la vida o lo que él concibe como el dominio de la ética, que posibilita la generación de sentido que requieren los seres humanos para vivir. Su interés es el de establecer la relación entre el lenguaje y la ética. Dicho de otra forma, Wittgenstein busca explorar los límites del lenguaje en relación a los desafíos éticos que encaran los seres humanos.
En su primera filosofía, Wittgenstein llega a la conclusión de que el dominio de la ética queda fuera de los límites del lenguaje. El Tractatus se articula en torno a siete proposiciones. Las primeras seis, se desagregan una y otra vez en proposiciones subalternas a través de las cuales la proposición inicial se va progresivamente clarificando. En la media que el texto avanza, Wittgenstein descubre que el lenguaje no le permite entrar en el dominio ético que le preocupa. Ello lo lleva a señalar:
“¿No es ésta la razón de que los hombres que han llegado a ver claro el sentido de la vida, después de mucho dudar, no sepan decir en qué consiste este sentido?”[2]
La séptima y última proposición expresa el reconocimiento de un límite infranqueable entre el lenguaje y el sentido de la vida. De allí que esta última proposición sostenga escuetamente:
“Aquello de lo que no podemos hablar, es necesario vivirlo en silencio”
Con ello se cierra el Tractatus. Se trata del reconocimiento de una suerte de fracaso. Lo más importante en la vida de los seres humanos ha quedado fuera de los límites del lenguaje. Ello se manifiesta en la carta Wittgenstein que, junto con su manuscrito del Tractatus, le envía su editor. En ella expresa:
“El punto central de mi libro es ético … Mi trabajo consta de dos partes: la expuesta en él, más todo lo que no he escrito. Y es esa segunda parte precisamente lo que es importante. Mi libro traza los límites de la esfera de lo ético desde dentro, por así decirlo, y estoy convencido de que ésta es la única manera rigurosa de trazar esos límites”[3]
No es de extrañar, por lo tanto, que Wittgenstein, en sus años posteriores, buscara caminos alternativos para acceder a su preocupación por el sentido de la vida. Ello lo conduce a comprender que, para hacerlo, debe modificar su forma de concebir el lenguaje. Esto es lo que lo conduce a abandonar el acercamiento designativo y adoptar un enfoque constitutivo.
En sus Investigaciones filosóficas, Wittgenstein corrige el abordaje que había adoptado en el Tractatus. La diferencia entre ambas obras no reside sólo en sus contenidos. Existe también una diferencia notable en la forma como éstos son abordados. Mientras en el Tractatus Wittgenstein se sometía a una estricta secuencia lógica en su argumentación, en sus Investigaciones adopta una forma completamente diferente. Esta nueva obra está concebida como un álbum, como un conjunto de situaciones y ejercicios, que se suceden sin una clara necesidad lógica. Wittgenstein no pretende teorizar, ni explicar nada, sino tan sólo mostrar el fenómeno del lenguaje. Su consigna permanente, es: “¡No piense! ¡Sólo mire!”. Wittgenstein está haciendo fenomenología. Está consciente de que nuestras preconcepciones sobre el lenguaje pueden interferir en nuestra capacidad de abrirnos a una interpretación radicalmente diferente del mismo. Para romper este círculo, no basta con argumentar. Es preciso simultáneamente “ver” aquello que se argumenta.
Desde el inicio de las Investigaciones Wittgenstein critica la concepción nominalista del lenguaje (the name theory of language) que caracterizaba su acercamiento anterior – que nosotros hemos definido como enfoque designativo – y que supone que a todo término corresponde un significado y que éste está dado por el objeto que tal término nombra. Esta concepción concebía al lenguaje a partir del conjunto de los nombres de los objetos.
Para desplazarse de tal concepción, Wittgenstein propone relacionar el lenguaje con los juegos. El lenguaje, en su opinión, comprende diferentes juegos lingüísticos y cada juego se somete a diferentes reglas. Uno de esos juegos es el designativo, pero no se trata del único. Hay muchos otros. A través del lenguaje podemos plantear diferentes cuestiones, describir objetos y procesos, hacer peticiones, efectuar ruegos, realizar investigaciones, emitir juicios, hacer promesas, nombrar y resolver problemas morales, etc. Cada uno de ellos son juegos lingüísticos diferentes.
El significado de una palabra no remite a un determinado objeto, sino a su uso en un juego lingüístico particular. Una vez que conocemos su uso, conocemos el significado de esa palabra. La función designativa que el lenguaje puede asumir, es tan sólo uno de esos juegos posibles y éste no posee un status de privilegio en relación a otros juegos. Es más, para que el juego designativo funcione, se presupone un conocimiento previo del lenguaje.
En la medida que Wittgenstein entiende el lenguaje como un conjunto de juegos lingüísticos diversos, de prácticas distintas, de modalidades diferentes de operar, ello lo conduce a reconocer el estrecho vínculo que el lenguaje establece con nuestras modalidades de existencia. Los distintos juegos que el lenguaje nos habilita, conforman el tipo de vida que somos capaces de conducir. De allí que nos señale: “Todo lenguaje es una forma de vida”. Abrirnos a un nuevo juego lingüístico implica, por lo tanto, transformar nuestra modalidad de vida
Pero, ¿qué es el lenguaje? ¿Qué tienen en común los diversos juegos lingüísticos para poder ser considerados como lenguaje? Según Wittgenstein, la clase del conjunto de los juegos lingüísticos (el lenguaje) carece de una propiedad común a la totalidad de sus miembros. En otras palabras, no hay nada inherente a todos ellos. No hay una “esencia” o una “sustancia” que puede ser reconocida en todo juego de lenguaje. Lo que los une, lo que permite reconocerlos, es sólo el hecho de que participan en lo que Wittgenstein llama “un aire de familia” (family resemblances). Todo juego de lenguaje tiene algo en común con otros juegos, pero aquello que une a esos dos cambia si tomamos uno de ellos y lo comparamos ahora con otro juego.
Veámoslo en concreto. Algunos juegos tienen en común el hecho de que son competitivos. Pero hay juegos que no lo son. Hay juegos que se juegan con otros. Pero hay otros que se juegan individualmente. Hay juegos cuyo objetivo es ganar. Pero existen otros en los que el ganar no es pertinente. Y así sucesivamente. Por lo tanto, todo juego tienen algo en común con otro, pero lo que todos tienen en común no es lo mismo. Lo mismo sucede con los miembros de una familia. Algunos comparten una nariz parecida; otros tienen el mismo tipo de ojos; hay también quienes comparten un mismo tipo de contextura. Todos comparten algo con los demás, pero aquello que comparten, no es siempre lo mismo. Lo mismo sucede con los distintos juegos de lenguaje.
El lenguaje, por lo tanto, no nombra un fenómeno unitario. Es tan sólo el nombre de la clase de un número indeterminado de juegos lingüísticos. Ello implica que el lenguaje no es tampoco una clase cerrada, sino abierta. Los juegos de lenguaje pueden crecer, es posible incorporar juegos nuevos. Para darnos una idea de lo que esto significa, Wittgenstein acude a la imagen de una ciudad:
“… nuestro lenguaje puede ser considerado como una ciudad antigua: un laberinto de pequeñas calles y plazas, de casas antiguas y nuevas, y de casas con adiciones correspondientes a varios períodos; y esto, rodeado por una multitud de nuevos suburbios con calles regulares y rectas y con casa uniformes”.[4]
¿Tiene sentido hablar de una forma lógica “correcta” cuando nos referimos al lenguaje? ¿Representan la lógica o las matemáticas – los llamados leguajes formales – una forma de lenguaje superior al lenguaje ordinario? Wittgenstein responde que no. Desde su nueva perspectiva, el concepto de una forma correcta, que había dominado hasta entonces el desarrollo de la filosofía analítica, pierde todo sentido. Las proposiciones de lenguaje están bien cómo está; están en orden. Lo que importa no es corregirlas, sino comprenderlas.
La filosofía de Wittgenstein es profundamente anti-metafísica. En su opinión, la metafísica, como asimismo gran parte de los problemas abordados por la filosofía, surgen por confundirse lo que está dicho en un determinado juego lingüístico, con un juego lingüístico diferente. Ellos suelen ser el producto de una descontextualización que los arranca de su “uso natural”, para colocarlos en otro. Ellos expresan, por lo tanto, un abuso del lenguaje.
Por lo tanto, la pregunta básica que es preciso hacerse cuando se entra en la reflexión filosófica es: ¿es el uso que le estoy dando a este término aquel que le confiere el juego lingüístico que es su hogar natural? Por lo general la filosofía no se hace esta pregunta y con ello desnaturaliza el significado que le confiere a los conceptos en los que busca profundizar. Al operar así, rebasa los límites del lenguaje. Una vez que el abuso lingüístico ha sido identificado y rectificado, la raíz del problema filosófico que se había levantado originalmente suele quedar eliminada. No se trata que el problema haya sido resuelto: ha desaparecido. En rigor, ha sido “disuelto”.
Pero esta distinción entre resolver y disolver un problema, no es sólo algo que tiene pertinencia en la reflexión filosófica. Muchos de los problemas que enfrentamos los seres humanos, suelen ser también el resultado de abusos del lenguaje. Cuando éste es el caso, el desafío no consiste en contribuir a su resolución, sino más bien a su disolución. Se trata de dos modalidades de intervención radicalmente distintas.[5]
Wittgenstein inaugura una nueva rama de la filosofía, la filosofía del lenguaje, que devendrá crecientemente importante al punto, tal como lo hemos señalado, de desplazar de su sitial predominante a la epistemología, que había reinado sobre el conjunto de la filosofía por varios siglos. Con ello, se avanza hacia lo que se llamará el gran “giro lingüístico” que tiene lugar en el siglo XX, mediante el cual, desde muy distintos lugares, se comienza a reconocer la importancia del lenguaje en la forma de ser de los seres humanos y en la manera como constituimos nuestros mundos.
Dentro de los múltiples representantes de la filosofía del lenguaje, es preciso destacar el papel que le cabe a J.L. Austin (1911-1960). A diferencia que Wittgenstein, que era profesor de la Universidad de Cambridge, Austin proviene de Oxford. Tal como sucediera con Wittgenstein, su contribución más destacada se realiza en su desarrollo intelectual tardío. Ella está contenida en su libro póstumo, Cómo hacer cosas con palabras, que contiene las presentaciones que Austin hiciera en Harvard, en 1955. Austin fallece a comienzos de 1960. Dicha obra será publicada en 1962.
Austin pertenece a una tradición de pensamiento iniciada tempranamente por John Cook Wilson (1849-1915) a comienzos del siglo XX, la que había sido luego continuada por H.A. Prichard (1871-1947), quién fuera maestro de Austin. A través de ella se destacaba la importancia del lenguaje ordinario por sobre el “lenguaje de la reflexión” y se sostenía, en palabras de Austin que el lenguaje ordinario, si bien no es la última palabra, pues “puede ser complementado, mejorado y superado”, sin embargo, “es la primera palabra” y de él debe ser el punto de partida de la indagación filosófica.
Una de los rasgos de la filosofía de Austin fue poner en tela de juicio el supuesto que le confería prioridad a la dimensión asertiva del lenguaje, vinculado a su valor de verdad. La presunción de que únicamente tienen interés teórico las expresiones que describan algún estado de las cosas o un hecho y que monopolizan la “virtud” de ser verdaderas o falsas, fue denominada por Austin “la falacia descriptiva”. Éste llama la atención sobre aquellas expresiones en las que la distinción de verdad o falsedad deja de ser pertinente. Si alguien dice “prometo que vendré”, no está enunciando con ello que está prometiendo, sino que está haciendo una promesa.
A partir del razonamiento anterior, Austin establece una distinción entre las expresiones “constatativas”, que cumplen una dimensión asertiva, y las expresiones “performativas”, que ejecutan una determinada acción. O, dicho en otras palabras, entre las expresiones que son meros “decires” y aquellas que son “haceres”, como las promesas, las apuestas, las advertencias, etc. Pero una vez hecha esta distinción, Austin se mostrará incómodo con ella. Esta incomodidad apuntaba al hecho de que la distinción se realizaba al interior de la matriz del dualismo, particularmente en su variante kantiana, que separaba teoría (razón pura) de práctica (razón práctica) y, por lo tanto, separaba el conocer del hacer. Las expresiones constatativas se situaban del lado de la teoría, del conocer, mientras que las performativas, se relacionaban con la práctica, con el hacer.
Austin reconoce que las expresiones constatativas, implican la acción de constatar y, por lo tanto, no son menos acciones que las expresiones performativas. Ambas son, de hecho, “actos del habla”. Al subsumir las expresiones constatativas al interior de la noción de actos de habla, Austin logra eludir el dualismo como matriz primaria y procede a concebir la capacidad de dar cuenta de lo real como un tipo, entre otros, de acciones posibles.
Las presentaciones que en 1955 Austin realiza en Harvard se sustentan en esta última conclusión. Ella puede ser formulada en términos de su pronunciamiento de que “todo hablar es un actuar”. Desde el punto de vista de la filosofía ésta era, sin duda, una conclusión novedosa. Sin embargo, el propio Austin reconoce que no lo era al interior de otras prácticas, como, por ejemplo, el derecho. Para el abogado o el jurista esta conclusión no tenía nada de particularmente novedoso. Para ellos no era motivo de asombro el destacar la importancia práctica de un juramento, de los compromisos contraídos al firmarse un contrato, de los fenómenos de protocolización, de invocar atribuciones que no se poseen, etc.
Lo mismo sucedía a nivel del operar social sentido común, donde se reconocía en la práctica las implicancias que, en dicho operar, ejercía la palabra. De alguna manera, luego de muchas vueltas y esfuerzos, la filosofía llegaba a una conclusión que para el sentido común resultaba obvia. Ello demostraba el extravío que había caracterizado el desarrollo filosófico. Es importante, sin embargo, no desmerecer la gran contribución de Austin. Desde un punto de vista conceptual, su aporte va a permitirnos entender un conjunto de fenómenos que previamente quedaban en la oscuridad.
Poco antes de su muerte, Austin es entrevistado por una periodista preocupada por los desarrollos de la filosofía. Ésta le plantea que lo entrevista por cuando le han señalado que su aporte filosófico es de gran importancia en el desarrollo del pensamiento. Motivada por eso, le pide a Austin que le explique por qué su planteamiento sobre el reconocimiento de que todo hablar es acción es tan importante como le han señalado. Austin la mira con desconcierto. “Yo no creo que tenga mayor importancia”, le dice, “pero me fue reconfortante haberlo reconocido”.
Esa respuesta es una de las expresiones que resultan del enclaustramiento de la práctica filosófica. Muchas veces, los mismos filósofos no logran dimensionar las profundas consecuencias prácticas de lo que hacen. Han pasado más de cinco décadas desde que Austin publicara su última obra. Hoy nos damos cuenta que sus conclusiones han tenido un impacto que él fue incapaz de anticipar.
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La conclusión principal de Austin puede resumirse en la fórmula “hablar es actuar”. Desde nuestra perspectiva, esa formulación nos parece restrictiva. Se limita al habla y deja fuera otras manifestaciones del lenguaje, como lo son, por ejemplo, la escucha y el silencio, temas que han devenido fundamentales al interior de nuestra concepción. Parte de nuestra contribución ha consistido en destacar el carácter profundamente activo de la escucha, tal como lo reconoce la hermenéutica.
De la misma forma, hemos afirmado el carácter expresivo del silencio. En la medida que sostenemos que los seres humanos somos seres lingüísticos, reconocemos que el lenguaje se apropia frecuentemente del silencio y le confiere sentido. Con ello, lo hace parte del lenguaje. Aunque el silencio no habla, sin embargo, dice. Hablar y decir no son lo mismo. Hay quienes hablan mucho y dicen poco, como hay también quienes hablan poco, pero dicen mucho. La densidad expresiva del habla es variable y se extiende más allá del habla, al silencio. A partir de este reconocimiento, podemos entender el callar no como algo meramente pasivo, como ausencia de habla y, por ende, de acción, sino como una acción expresiva muchas veces equivalente al propio hablar.[6]
Todo lo anterior nos ha conducido a una ampliación de la fórmula original de Austin y a sustituirla por una diferente que se articula como “lenguaje es acción”. Al hacerlo, nos desplazamos de la importancia que, desde Austin, la filosofía del lenguaje le ha conferido a los “actos de habla” a un concepto más amplio de “actos de lenguaje” y a la noción de “competencias conversacionales”, que abordaremos más adelante.
Esta corrección no es trivial, pues conlleva importantes consecuencias. Por un lado, nos permite abrirnos a una concepción del conjunto del lenguaje – y no sólo del habla – muy diferente de aquella a la que estábamos acostumbrados. El dominio del lenguaje deja de ser un dominio diferente del dominio de la acción. Ello conlleva una importante transformación de nuestra concepción del lenguaje.
Pero esta nueva formulación no se limita a su capacidad de habilitar una nueva concepción del lenguaje. Simultáneamente, nos permite avanzar hacia una concepción radicalmente diferente de la acción humana. La acción ya deja de estar atrapada en un entendimiento restrictivo que la asocia con transformaciones o desplazamientos físicos. La capacidad de transformación de los seres humanos, la capacidad que disponemos para crear nuevos mundos, no es ajena a las acciones que realizamos a través del lenguaje. Un nuevo mensaje, una nueva interpretación, una palabra adecuada dicha en un momento oportuno, etc., tienen un potencial de transformación que puede ser mayor que el derribar una montaña.
Este nuevo concepto ampliado de la acción nos permite ahora iluminar múltiples formas de nuestro estar en el mundo que previamente quedaban oscurecidas. Una de estas consecuencias, queda de manifiesto cuando procuramos, por ejemplo, comprender el trabajo y muy especialmente el trabajo de conocimiento que hoy ha devenido preponderante. Hay múltiples otras instancias como ésta.
Pero hay una importante consecuencia que se sitúa en un plano diferente. El reconocimiento del que “lenguaje es acción” nos permite, como veremos más adelante, profundizar nuestro cuestionamiento al programa metafísico y nos habilita para avanzar en una interpretación del fenómeno humano coherente, diferente y alternativa.
[1] Charles Taylor, “Theories of Meaning”, Human Agency and Language, Vol.1, Cambridge University Press, 1985, y The Language Animal, Harvard University Press, 2016.
[2] Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, Alianza Editorial, Madrid, 1981, p.203.
[3] Allan Janik & Stephen Toulmin, La Viena de Wittgenstein, Taurus, Madrid, 1983, p.243.
[4] Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, Macmillan, N.Y., 1968, p. 8.
[5] Esto es algo que los coaches ontológicos conocemos muy bien.
[6] Una de las competencias más importantes de un coach ontológico consiste en desarrollar la capacidad de escuchar no sólo lo que se dice a través del habla, sino también lo que se dice a partir de lo que se calla: la capacidad de escuchar lo que los silencios son capaces de expresar. Hay muchos silencios que distan de ser inocentes. Si deseamos expandir nuestra capacidad para mejor comprender el alma humana, no es posible prescindir del carácter expresivo de muchos de nuestros silencios.
Columna publicada en: http://www.ficop.org/bibliotecaficop/127-la-filosofia-del-lenguaje