2 marzo 2017 / por Orliana
Rafael Echeverría, Ph.D.
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Presidente Honorario de la FICOP
2017
Advertimos que este texto tendrá una extensión mayor que los anteriores. Creemos sin embargo que los temas que abordaremos en él, lo justifica en la medida que representan un insumo indispensable en la práctica del coaching ontológico.
La hermenéutica es reconocida hoy en día como la rama de la filosofía dedicada al estudio de los fenómenos interpretativos. El término fue acuñado en el siglo XVII por el teólogo Johann Conrad Dannhauer (1603-1666) para designar lo que previamente se llamaba el arte de la interpretación y que consistía en lo fundamental en el método que garantizaba la adecuada interpretación de los textos. Como tal, este arte de la interpretación se orientaba a tres tipos de textos: lo sagrados, los jurídicos y los textos filológicos, que abarcaban a textos antiguos escritos en contextos muy diferentes de los actuales y cuyo sentido era necesario dilucidar.
Es sólo a comienzos del siglo XIX, que el teólogo y filósofo Friedrich Schleiermacher (1768-1834), uno de los fundadores – junto con G.W.F. Hegel (1770-1831) – de la Universidad de Berlín y decano de su Facultad de Teología, procura crear una hermenéutica de carácter más universal que no se limitaba al estudio de textos, sino que apuntaba al conjunto de los fenómenos interpretativos. Pero su objetivo iba incluso más lejos, pues se trataba de transitar de las interpretaciones para profundizar en el fenómeno mismo de la comprensión. Ese es, en efecto, el territorio al que la hermenéutica arriba en su desarrollo posterior.
Schleiermacher es considerado el padre tanto de la hermenéutica moderna como de la teología moderna. Para éste, la hermenéutica debía seguir el trayecto que va de lo dicho o escrito y que conduce al pensamiento a partir del cual aquello fue expresado. Un camino que por lo tanto arranca de la expresión lingüística y que busca alcanzar el alma individual. Se trata de una suerte de retórica invertida. La tarea de la hermenéutica, en la propuesta de Schleiermacher se consuma en la medida que logremos reconstruir lo que el autor procuraba expresar.
Una de las contribuciones más importantes de Schleiermacher apunta a lo que se llamará “el circulo hermenéutico” y que estará desde entonces en el centro de esta modalidad de reflexión. Éste reconoce que el acto de comprender a otro contiene siempre un momento de extrañeza el cual remite precisamente a lo que es preciso comprender. Si este elemento no estuviese presente, la comprensión no sería un problema. Para resolverlo, es preciso reconocer que la comprensión se sustenta en la relación recíproca que se produce entre las partes y el todo. Las partes van progresivamente configurando el sentido del todo a la vez que el todo es necesario para asignarle sentido a las partes.
Mostrémoslo. El sentido de una palabra le está conferido por el sentido de la frase que ella ayuda a construir. El sentido de la frase, por el sentido del párrafo. El sentido del párrafo, por el sentido del capítulo del que forma parte. El sentido del capítulo, por el sentido el conjunto del libro. Y el sentido de todo texto, por el sentido que le confiere su contexto en sus múltiples dimensiones: cultural, social, político, la época histórica, etc. Una obra no logra ser adecuadamente comprendida si prescindimos del espíritu de la época en el que ella se produce. De la misma manera, la obra de todo autor remite al conjunto de su vida, por lo que es importante iluminar lo que plantea, atendiendo a ésta. Es interesante constatar que la propuesta teológica de Schleiermacher – y la importancia que este le confiere a la religión y a la fe – se apoya en una matriz equivalente: la relación de un ser finito con lo infinito.
A partir de Schleiermacher, los principales partícipes de la filosofía hermenéutica – aunque no los únicos – son Dilthey, Heidegger, Bultmann, Gadamer y Ricoeur. Examinemos brevemente las principales contribuciones de cada uno de ellos.
Wihelm Dilthey (1833-1911) está fuertemente influenciado por Schleiermacher. Como éste, su interés está fuertemente ligado a la noción de método. Dilthey sostiene que no es posible subsumir a las ciencias de espíritu, como lo son las humanidades, en la forma como operan las ciencias naturales. En su opinión, se trata de dos actividades radicalmente diferentes, que requieren de métodos distintos para cumplir con sus respectivos objetivos. Basado en una distinción propuesta por el historiador Johann Gustav Droysen (1808-1884), Dilthey sostiene que las ciencias naturales buscan “explicar” los fenómenos externos de la naturaleza, entendiendo por ello alcanzar leyes generales de aplicación “universal”, leyes que vemos en ejercicio cada vez que se produce, cada vez que se repite, un mismo fenómeno.
En las ciencias del espíritu lo que se busca no es explicar, sino “comprender”, y hay una gran diferencia entre lo uno y lo otro. La comprensión obliga a penetrar en el mundo interior de los agentes involucrados para entender por qué hacen lo que hacen. Los objetos naturales no poseen mundos interiores. Pero hay una diferencia todavía más importante. En el caso de las ciencias del espíritu lo que interesa no es alcanzar leyes generales de aplicación universal, sino alcanzar un tipo de verdad radicalmente diferente. Se trata de una verdad referida a la “singularidad” de los individuos involucrados, a aquello que los hace únicos e irrepetibles. Los coaches ontológicos que estén leyendo estas líneas, habrán ya comprendido por qué el tema que estamos abordando resulta decisivo para el ejercicio de su disciplina.
En la filosofía de Dilthey hay ciertas intuiciones, no suficientemente desarrolladas ni adecuadamente resueltas, que, sin embargo, prefigurarán algunos de los desarrollos posteriores más importantes de la hermenéutica, particularmente con Heidegger y Gadamer. De entre ellas, merecen ser destacadas dos.
La primera es el énfasis que vincula el sentido y la historia. Para Dilthey, el sentido es histórico. Se trata siempre de una relación del todo con las partes, mirada desde una determinada posición, en un tiempo determinado y para una determinada combinación de partes. El sentido, por lo tanto, es contextual; es siempre parte de una determinada situación. En la medida que se afirma que el sentido es histórico, se sostiene que éste cambia con el tiempo y está siempre referido a la perspectiva desde la cual se ven los acontecimientos. La interpretación remite siempre a la situación en la cual se halla el intérprete. Aunque con el tiempo pueda cambiar, el sentido será siempre una forma particular de cohesión, una fuerza de unión.
La segunda intuición apunta a que el sentido es inherente a la textura, no necesariamente de los textos, sino de la vida, a nuestra participación de la experiencia vivida. El sentido, en último término, es “categoría fundamental y abarcante bajo la cual la vida logra aprehenderse”. Ello conduce a Dilthey a afirmar:
“la vida es el evento o elemento básico que debe representar el punto de partida para la filosofía. Se la conoce desde dentro. Es aquello más allá de lo cual no podemos ir. La vida no puede hacérsela comparecer frente al tribunal de la razón”.
Es en este escenario que emerge Martin Heidegger (1889-1976) quién, con su filosofía, produce un giro radical en la reflexión hermenéutica. Heidegger inaugura lo que podemos llamar una “hermenéutica existencial”. Con Heidegger, la hermenéutica se despega de la idea de buscar un método y pasa a ser una dimensión fundamental de su comprensión de la existencia humana. En Heidegger constatamos la fusión tanto de la fenomenología como de la hermenéutica anterior en un proyecto original. Lo que Heidegger se propone es pensar el ser humano, pero sabe que no puede hacerlo de ese ser mismo, sino del fenómeno de la existencia humana.
La dimensión hermenéutica de su filosofía posee un doble aspecto. Por un lado, se trata de un proyecto concebido como un esfuerzo hermenéutico orientado a comprender la existencia humana concreta, de lo que en un primer momento califica como una “hermenéutica de la facticidad”, de aquello que está dado en la existencia, a lo que más adelante se referirá como el Dasein. Se trata de manera explícita, de un proceso de interpretación, de esfuerzo de comprensión, de la existencia humana. Ello de por sí le confiere un primer sello hermenéutico a su filosofía.
Pero hay una segunda dimensión que es todavía mucho más importante. Heidegger concibe la existencia humana como la existencia de un ser de interpretación. El ser humano es un ser obligado a hacer sentido, a interpretar el mundo que le corresponde vivir, a interpretarse a sí mismo y, lo que todavía más importante, a anticipar y, por lo tanto, a generar una comprensión sobre su futuro. La existencia humana es ella misma hermenéutica. Ella se despliega en un espacio abierto que convoca las interpretaciones. Ésta permite ser interpretada, exige ser interpretada y es vivida en todo momento a partir de interpretaciones. El antiguo círculo hermenéutico ha dado una vuelta más sobre sí mismo.
Heidegger cuestiona muy radicalmente la noción de los empiristas de que la conciencia opera como una tabula rasa, una tabla en limpio, en la que originalmente no hay nada escrito y que con el desarrollo de la experiencia realiza un proceso progresivo que la cargan de contenidos. El ser humano se despliega en la estructura de la temporalidad. La emergencia de toda interpretación se sustenta siempre en pre-comprensiones del pasado que la posibilitan. Tal como lo sostiene el filósofo heideggeriano Hubert Dreyfus, toda interpretación se sustenta en interpretaciones, que se sustentan en interpretaciones, en un espiral sin fin. En tal sentido, no hay un conocimiento objetivo de las cosas, ajenos a toda subjetividad. Toda nueva interpretación no es más que un reordenamiento de una comprensión previa.
Este imperativo de tener que hacer sentido de sí misma, de tener que hacerse cargo de sí misma, hace, según Heidegger, que el carácter de la existencia tienda a ocultarse, a evitarse a sí misma, y caiga en el olvido de sí. Entramos entonces en un estado de inautenticidad y nos refugiamos en el “das Man”, en ese “se” genérico, en esa ficción en rigor inexistente, la que, sin embargo, muchos procuran seguir porque, eso pareciera ser lo que “se” debe hacer, dado que mucho lo hacen.
Hay una dimensión importante en la concepción hermenéutica de Heidegger que desemboca en un concepto de verdad diferente del metafísico, alterando la tradición que postulaba la noción de verdad como correspondencia, presente en aquel. Como sabemos la metafísica postulaba un concepto de verdad como acceso al ser de las cosas y, por lo tanto, como un conocimiento que da cuenta y corresponde con dicho ser. Para Heidegger, en consonancia con lo planteado previamente por Nietzsche, la verdad se asocia más con el poder.
Pero incluso en torno a esto es preciso hacer un alcance. La verdad en Heidegger está más relacionada con la noción griega de aletheia, que apunta a un evento de “revelación”, de des-ocultamiento, a través del cual se produce una apertura, mediante la cual se manifiesta un umbral de nuevas posibilidades que antes éramos incapaces de observar y que una vez que lo “vemos”, nos abre un camino en el que el ser que somos puede proyectarse y avanzar hacia un mayor despliegue de sí mismo.
La verdad en este sentido tiene más que ver con una experiencia de descorrer un velo, de epifanía, a través de la cual discurrimos un espacio que permite expandir nuestra existencia y hacernos cargo de mejor manera del ser que somos. Ella está asociada a la capacidad de mejor comprendernos a nosotros mismos.
El teólogo Rudolf Bultmann )1884-1976) conoció a Heidegger mientras éste enseñó en Marburgo. Allí también se relacionó con Hans-Georg Gadamer (1900-2002), quién fue profesor de esa universidad por veinte años. Bultmann desplaza el foco de la hermenéutica desde la existencia genérica, donde la había situado Heidegger, al fenómeno de la comprensión que lleva a cabo una persona al entrar en relación con otra. Según Bultmann, las posibilidades de comprensión de una existencia ajena, se sustenta siempre, en primer lugar, en la existencia propia del intérprete, desde la cual éste dirige sus preguntas al otro.
Pero hay un segundo elemento que resulta indispensable para que el intérprete acceda a la comprensión del otro. Es necesario que el intérprete participe de lo que el otro le dice, se haga “parte” en aquella totalidad que queda conformada en su relación con el otro. Ello implica concebir de un modo activo la relación “parte–totalidad” del círculo hermenéutico. El intérprete requiere devenir “parte activa” en esa relación, lo que exige de una disposición especial de su parte. No toda relación lo garantiza. Para que esto acontezca se requiere del diálogo. No basta con cualquier conversación.
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Mientras Heidegger había accedido a la hermenéutica como una exigencia de su filosofía existencial, Hans-Georg Gadamer, su discípulo, se concentrará en la hermenéutica como su vocación filosófica principal. Al hacerlo, sin embargo, desarrolla una hermenéutica que remite y está en continuidad con la filosofía existencial de Heidegger. En Gadamer encontramos, en nuestra opinión, el desarrollo más acabado y maduro de la hermenéutica hasta nuestros días, convirtiéndolo en uno de los filósofos más sobresalientes del siglo XX. Abordaremos su propuesta destacando cinco ejes articuladores: la prioridad de la existencia, la finitud humana, el concepto de verdad, la importancia de la historia y la relación de los seres humanos con el lenguaje.
Desde Platón, la tradición filosófica occidental se había inclinado por conferirles a la conciencia y el conocimiento un status tanto de autonomía como de dominio en relación con la existencia humana. Ello implicaba no sólo separarlos como dominios diferentes, sino subordinar la vida al conocimiento, a la labor de la conciencia. La verdad era postulada como el criterio que garantizaba una vida bien vivida. El desarrollo del conocimiento se evaluaba por su capacidad de dar cuenta der ser de las cosas – criterio de correspondencia – y por su coherencia interna, por su lógica. En la medida que ambos fueran salvaguardados, el conocimiento lograba alcanzar verdades absolutas y objetivas.
Este desarrollo de la filosofía occidental había culminado con Hegel que planteaba que la realidad y la historia eran el resultado del despliegue de la conciencia. Ludwig Feuerbach (1804-1872), en la primera mitad del siglo XIX, había sido uno de los primeros en reaccionar frente a esta tendencia y, muy particularmente, frente a Hegel, su maestro. Feuerbach acusaba a Hegel de haber invertido el orden real de las cosas y proponía hacer una profunda reforma de la filosofía. En vez de subordinar la realidad a la conciencia, era preciso hacer, en su opinión, exactamente lo contrario: concebir la conciencia como expresión del hombre y de la naturaleza.
Karl Marx (1818-1883), siguiendo a Feuerbach, había procurado hacer exactamente eso: demostrar que el desarrollo de la conciencia estaba determinado por la relación que los seres humanos mantenían con la naturaleza y, por consiguiente, por las relaciones de producción. Cabe advertir que Feuerbach es un antecedente y una influencia importante no sólo en Marx, sino también en Nietzsche (1844-1900) y Freud (1856-1939). A través de Nietzsche, Feuerbach se hace presente en la filosofía existencial.
Esta tendencia predominante en el curso de la filosofía occidental, se expresaba en los desarrollos iniciales de la misma hermenéutica: en el énfasis que ésta había planteado a las cuestiones de método y en la aspiración que se le asignaba al entendimiento no sólo de un acercamiento objetivo de la realidad, sino también al entendimiento del propio entendimiento. Gadamer se propone corregir lo que considera desviaciones que impiden un acercamiento riguroso al carácter del entendimiento humano.
Es importante tener presente lo anterior para poder situar y comprender adecuadamente el pensamiento de Gadamer. Su filosofía es una respuesta a la pregunta por el status del conocimiento o, mejor todavía, del entendimiento humano. Cabe advertir que cuando Heidegger y Gadamer irrumpen en escena la prioridad del conocimiento era una tendencia predominante dentro de la filosofía. No en vano, la filosofía del conocimiento – la epistemología – era su rama más importante, tal como lo era también la reflexión sobre los distintos criterios de racionalidad, que había constituido la inquietud principal de la filosofía kantiana.
Una de las principales contribuciones de Heidegger – la que marcará el camino posterior seguido por Gadamer – fue el reconocimiento que todos los fenómenos humanos, incluyendo por supuesto los del conocimiento, requieren ser examinados en su relación con el carácter de la existencia humana y con los desafíos que ésta plantea. Como vimos, este planteamiento había sido insinuado originalmente por Dilthey. El carácter de la existencia humana deviene, por lo tanto, para Heidegger en la plataforma en la cual es preciso abordar cualquier fenómeno humano. Tanto para Heidegger como para Gadamer, nada de lo que hacemos es autónomo del sustrato que nos impone nuestra existencia.
El conocimiento no sólo responde a los desafíos que la existencia nos plantea, sino que la sirve, la afecta y la transforma, y ello se encuentra en la raíz misma de los fenómenos del conocimiento. La filosofía existencial de Heidegger entrega, por lo tanto, una solución al problema originalmente apuntado por Feuerbach, aunque éste último estuviese mal formulado, pues Feuerbach carecía de la noción filosófica de la existencia, tal como ésta es introducida posteriormente por Heidegger.
El intento desplegado por Gadamer de re-establecer el vínculo entre el entendimiento humano y el carácter de nuestra existencia se expresa en diversos aspectos de su propuesta. Los temas que abordaremos a continuación así lo atestiguan. Pero quizás el más importante de todos ellos remite al reconocimiento de la finitud de nuestra existencia. Recordemos que ello ya había estado presente en la teología desarrollada por Schleiermacher. Los seres humanos estamos marcados en todo lo que nos sucede, en todo lo que hacemos, en el conjunto de nuestra existencia, por el sello de nuestra finitud.
El atributo de la finitud apunta a varias cosas. La primera, por supuesto, guarda relación con el reconocernos seres mortales; con estar conscientes de que nuestra existencia tiene un límite; que la vida, tarde o temprano, se termina. El reconocimiento de la muerte está detrás del imperativo de tener que hacernos cargo de nosotros mismos. Si la muerte no fuese un destino inevitable y una amenaza permanente, no tendríamos la necesidad de hacernos cargo de nosotros. La vida estaría garantizada y nuestro ser no estaría amenazado.
La finitud, asociada todavía al reconocimiento de la muerte, introduce en nuestra existencia la importancia del tiempo. Vivimos en el tiempo, la vida transcurre en y contra el tiempo. Los seres humanos vivimos en tiempo regresivo. La vida, al final de cuentas, es sólo tiempo. Un ser inmortal no sólo no tiene necesidad de hacerse cargo de sí mismo, sino opera fuera de la temporalidad. El tiempo deviene irrelevante. La noción misma de existencia pierde sentido. Existir es vivir en el tiempo. De lo contrario, sólo se es, no se existe. Cuando el tiempo se cancela, no es que el tiempo devenga infinito, no existe. Sin el tiempo, las nociones de importancia, de urgencia, la necesidad del sentido y la relevancia de los valores, todo ello se disuelve.
Pero la finitud humana se manifiesta también en el reconocimiento de que somos, en la cotidianidad del transcurrir del tiempo, seres precarios, limitados, incompletos, parciales, vulnerables y, sobre todo, profundamente ignorantes. Nuestra finitud, por lo tanto, no sólo apunta al final del trayecto existencial, al reconocimiento de que somos seres mortales, sino al transcurso de la existencia humana en su conjunto. La finitud forma parte del presente de la existencia humana.
Hay, sin embargo, un cuarto aspecto de nuestra finitud. Es la que se expresa en relación a nuestro entendimiento. Dada la finitud de nuestra existencia, estamos obligados a hacernos cargo de nosotros mismos y todo entendimiento es siempre una modalidad de ese “hacernos cargo”. La existencia, reconocida en su finitud, es por lo tanto condición de posibilidad del entendimiento. Es por cuanto somos seres finitos, arrojados a una existencia finita, que nos vemos compelidos a hacer sentido, a entender. Mal podemos sostener entonces que el entendimiento es autónomo y que subordina la existencia. Si no tuviésemos una existencia finita no habría nada que entender. La necesidad misma del entendimiento se desvanece.
Pero una vez que aceptamos la existencia finita como un antecedente del entendimiento, debemos reconocer también que ese entendimiento no puede sino ser finito, precario, parcial, provisional, como la propia existencia de la que es tributario. Se trata, por lo tanto, de reconocer los límites de nuestro entendimiento y de la imposibilidad de alcanzar verdades absolutas y objetivas. Ésta es quizás, la finitud que con mayor énfasis tendemos a olvidar. Esa finitud del entendimiento humano nos impide saber cómo las cosas realmente son y cómo realmente somos nosotros mismos. No sabemos cómo somos y nunca realmente lo sabremos.
Nuestra finitud representa una de las experiencias más inmediatas de nuestra existencia, de aquellas que no son más próximas. Sin embargo, esa misma proximidad nos ciega. Una de las tareas que Gadamer se propone es precisamente la de reconectarnos con los fenómenos propios de la proximidad. Su filosofía representa una suerte de hermenéutica de la proximidad o de la cercanía; de aquellas dimensiones que precisamente por estar tan cerca, dejamos reconocerlas y no las vemos. Dado que nuestra finitud nos afecta, los seres humanos buscamos superarla y, como una manera de escapar de ella, de negarla, postulamos fundamentos absolutos. Pero detrás de nuestro afán por lo absoluto, se encuentra en rigor nuestra propia finitud. Lo absoluto no es sino una derivada de nuestra finitud.
En su propósito, por un lado, de reconectar el entendimiento humano a la existencia y, por el otro, de distanciarse de las presunciones arbitrarias de un conocimiento objetivo al que le es posible alcanzar verdades absolutas e incuestionables, Gadamer debe buscar un acercamiento al tema de la verdad desde fuera de las presunciones de ese mismo conocimiento. Se trata de una noción de verdad que no habita en un dominio trascendente, más allá de la existencia, y que se vuelca sobre ésta con un afán de someterla; de una noción de verdad que nace como exigencia de la propia existencia y que se despliega para servirla.
El ser humano no está sino al servicio de su existencia y no de verdades trascendentes. Incluso cuando se afana por encontrar verdades trascendentes, lo está haciendo para responder a las exigencias que le impone su propia existencia. No hay otra salida. Pues bien, para encontrar la noción de verdad que necesita, Gadamer acude a la experiencia artística como experiencia de verdad. Ello implica poner en cuestión la noción de la experiencia artística como una que se restringe al ámbito de la mera sensibilidad, tal como ésta era concebida en nuestra tradición filosófica.
Para Gadamer, la experiencia artística es una experiencia de verdad. La obra de arte nos captura, nos atrapa en una suerte de “juego” que nos compele a jugarlo, precisamente por cuanto nos abre a una mirada del mundo y de nosotros mismos, diferente de la cotidiana. Toda obra de arte nos interpela y al hacerlo, nos forma y nos transforma. Ella remece nuestra existencia y modifica nuestros horizontes. Lo que la obra de arte nos presenta, deviene inmediatamente verdadero, por cuanto hace aparecer dimensiones antes no reveladas de nuestra existencia. Se trata de esa noción de la inmediatez del mostrar que Heidegger recogía de la fenomenología.
A partir de la obra de arte, emerge un ser que estaba oculto y que ahora abre sus ojos para así “ver” aspectos no asumidos de su propia realidad. El carácter inmediato de la verdad que es propio de la experiencia artística, nos conduce erróneamente a no concebirla como lo que es, una experiencia de verdad, dadas sus diferencias que esta inmediatez exhibe con los demás procesos de conocimiento. Pero no cabe duda que esa experiencia produce en nosotros una metamorfosis, una transformación.
A partir de este concepto de verdad y su reconexión con la existencia, Gadamer re-encuadra el fenómeno mismo del entendimiento. Su fundamento deja de estar en las ideas, sino en la capacidad de iluminar y de reorientar la conducción de nuestra vida. Se trata de una concepción del entendimiento más cercana a la noción de phronesis de Aristóteles, que apuntaba a una sabiduría práctica, una sabiduría de vida, un “saber hacer”, un “saber vivir”, asociado con la prudencia. Con ello, como lo hiciera Heidegger, Gadamer subordina el conocimiento teórico al conocimiento práctico, un conocimiento al servicio de la existencia. Esta noción de verdad no culmina en el conocimiento, sino que está asociada con el “des-cubrimiento” y a la capacidad de acción. Lo importante para Gadamer es no perder nunca el vínculo del entendimiento con la existencia. Sólo así logramos realmente entender el entendimiento, uno de los objetivos de la hermenéutica.
A partir del reconocimiento de nuestra finitud, tal como lo argumentara Heidegger, el ser humano se ve compelido a proyectarse hacia un futuro. Se trata de una modalidad de ese hacernos cargo de nosotros mismos que nos es posible acometer gracias al lenguaje. De ese lenguaje que nos permite observar nuestra existencia, buscarle un sentido y proyectarnos hacia el futuro. Sobre el lenguaje ya volveremos. Pero no abandonemos todavía el tema de la verdad.
En su oposición a la presunción de autonomía del conocimiento con respecto a la existencia, Gadamer nos plantea algo fundamental. Lo opuesto a la verdad no es ni la falsedad, ni el error. Es el vacío existencial. La verdad está vinculada a nuestra dificultad para hacer sentido de esa existencia. La verdad deja de ser mera correspondencia con las cosas o la expresión del acceso al Ser. La verdad para los seres humanos es, en último término, sentido de vida. Toda otra expresión de la verdad está, en definitiva, subordinada a ello. Esa es, a final de cuentas, la verdad que todos buscamos. El criterio de correspondencia o de adecuación no es primordialmente con las cosas o con el ser, sino con la vida. Escuchen bien los coaches ontológicos, pues es precisamente con esta noción de la verdad que trabajamos.
En la medida que nuestra finitud nos impulsa a proyectarnos, es importante reconocer que ello sucede siempre al interior de un “horizonte”, de un espacio que define el ámbito de lo que nos es posible acometer. Todo horizonte de posibilidades involucra en último término un trayecto, una posibilidad de ser. Se trata de un término introducido por Nietzsche. Los seres humanos no existen totalmente en el presente. Vienen de un pasado y se proyectan hacia un porvenir. Y nuestro entendimiento no puede desligarse a nuestra temporalidad. Ello implica reformular la noción del círculo hermenéutico de manera de situarlo ahora al interior de la dinámica de esta temporalidad. En rigor, el círculo deviene un espiral.
Otro aspecto de esa proximidad que bloquea nuestra capacidad de ver lo que tenemos encima – y que Gadamer busca mostrarnos – es la dimensión histórica de la existencia. Los seres humanos somos seres históricos. Nuestra existencia no puede ser concebida fuera de la historia. Pero Gadamer busca también sacudirnos de la manera como concebimos la relación entre existencia e historia. No son los seres humanos los que tienen una historia. Es la historia la que tiene a los seres humanos. Ello implica que no es posible la existencia prescindiendo de la historia, pues ésta es el sustrato obligado de toda existencia. La historia nos antecede, define nuestras posibilidades, determina nuestra mirada, habilita nuestro entendimiento, prefigura nuestro futuro. La historicidad es, por tanto, constitutiva de nuestro ser y de nuestro entendimiento.
Sin historia no hay posibilidad de entendimiento. Todo entendimiento se sustenta obligadamente en entendimientos previos que heredamos de tradiciones de hacer sentido. Estas tradiciones son una pre-condición de la posibilidad misma del entendimiento. Sin una pre-comprensión no es posible comprender. Todo entendimiento requiere y trabaja con formas previas de entendimiento. Todo problema, todo tema, toda pregunta, se inscribe siempre en una tradición y es importante saber identificarla. La historia es una facticidad de nuestra existencia.
Es por cuanto estamos en contacto con nuestra finitud, que reconocemos el carácter siempre provisorio de nuestro entendimiento. La propia existencia se encarga de mostrarnos que nuestros entendimientos son provisorios y que en el transcurso del tiempo, ellos se desgastan. Esto nos abre a la posibilidad de entendimientos diferentes.
Para explicar las condiciones de transformación de nuestro entendimiento, Gadamer acuña una noción que resulta central en su concepción: la noción de “fusión de horizontes”. Esta fusión se produce en distintos planos. Se produce, por un lado, entre pasado y presente, entre las modalidades anteriores de hacer sentido y los desafíos de adecuación que la existencia presente nos plantea, poniendo en cuestión los horizontes de posibilidad heredados. También se produce una fusión de horizontes en el diálogo que se produce entre individuos que, como tales, poseen horizontes diferentes. En este espacio en el que se fusionan los horizontes, se producen modalidades de entendimiento que exhiben una mayor capacidad de iluminar la existencia, mostrando modalidades más poderosas para hacerse cargo de ella.
Las experiencias que más logran enriquecernos son aquellas que nos sorprenden, que nos dislocan, que ponen en cuestión nuestras modalidades vigentes de entendimiento, que nos bloquean la posibilidad de hacernos cargo “adecuadamente” de nuestra existencia, que contradicen nuestras expectativas y que nos convocan en la búsqueda de nuevas y más “adecuadas” modalidades de entendimiento, “abriéndonos” a nuevos horizontes de sentido. A través de ellas, descubrimos que nuestro entendimiento no está a la altura de los desafíos que la existencia enfrenta en el presente. Éste es el núcleo de la experiencia hermenéutica.
Desde reconocimiento en nuestra existencia del papel de la historia y de la tradición, Gadamer aborda el tema de los prejuicios, considerados por el pensamiento objetivista como un obstáculo para el conocimiento. Gadamer califica esta posición como un prejuicio sobre los prejuicios. Sin prejuicios no existe posibilidad de entendimiento pues éste se apoya necesariamente en ellos. Esto no significa, sin embargo, que todos los prejuicios son “adecuados”. Algunos evidentemente no lo son y comprometen nuestras posibilidades de existencia.
El punto consiste en evaluar cuáles prejuicios permiten una mejor “adecuación” a los desafíos de la existencia y cuáles la obstruyen. Ese es el terreno en que nos es posible determinar los prejuicios que es preciso corregir, de aquellos que deben ser conservados. Todo entendimiento requiere ser validado por su relación con las condiciones de existencia. La capacidad de servir “adecuadamente” a la existencia es, para Gadamer, el criterio básico de la verdad.
Es en función de un proceso de correcciones sucesivas de los criterios de adecuación a la existencia y de sus múltiples tensiones, que la historia humana se desarrolla. Tal proceso da cuenta de lo que Gadamer llama “el trabajo de la historia”, trabajo al que todos los seres humanos estamos sometidos y, en la medida que se corrigen las condiciones de adecuación del entendimiento, producen una consiguiente transformación de los horizontes de posibilidades dentro de los cuales se desenvuelven y se ven desafiados los individuos.
Es importante advertir que la importancia que Gadamer le confiere a la historia, no implica concebirla como un agente que opera por sobre los individuos. Ella opera en y a través de los individuos. En último término, el sustrato de su concepción es la existencia humana que siempre tiene una concreción a nivel individual, siendo éste el nivel dónde los procesos de re-adecuación del entendimiento y del desarrollo del conocimiento práctico, tienen lugar.
En el mismo esfuerzo por disolver las cegueras que nos impone la proximidad, Gadamer aborda el tema del lenguaje. Su planteamiento de alguna forma es equivalente al que nos ofrece sobre la historia. El lenguaje no es algo que los individuos poseen, sino que el lenguaje posee a los individuos. Nuestra tradición occidental, al sostener la prioridad y autonomía del conocimiento, no fue capaz de reconocer la importancia del lenguaje para la existencia humana. De esa manera, llegó a concebir el lenguaje como un instrumento de expresión del conocimiento y consideró al lenguaje cotidiano como un obstáculo para el desarrollo riguroso del conocimiento. Gadamer se levanta en una radical oposición a esa concepción, pues, en su opinión, ello invierte el carácter de las relaciones que mantienen los términos que se invocan.
El lenguaje es no sólo anterior, es condición de posibilidad del pensamiento. Sin lenguaje el pensamiento humano no es posible, pues se trata de un resultado habilitado por el lenguaje. Todo pensamiento, incluyendo el re-conocimiento de la finitud de nuestra existencia, se debe al lenguaje. El lenguaje está en el corazón del hecho de que la existencia humana esté asociada a la apertura de un mundo, en el sentido que Heidegger le confería a la noción de mundo.
Mundo no es realidad. Es la forma como la realidad se presenta a los seres humanos, a través del sentido que le conferimos. Sólo los seres humanos habitan en un mundo y todo mundo, a su vez, remite y habita en el lenguaje. El lenguaje es el ámbito en el que el ser se presenta a los seres humanos. El ser del mundo está en la palabra. El lenguaje define los límites de nuestro mundo. Pero más allá del mundo, el propio ser que se reconoce asimismo existiendo, reside también en el lenguaje. Como acontece con el mundo, el ser que existe habita en el lenguaje. Ello implica, por lo tanto, que los límites de nuestro ser, de las posibilidades de existencia que seamos capaces de encontrar, habitan también en el lenguaje.
Recapitulemos. La piedra de toque de la concepción de Gadamer, tal como lo hemos reiterado una y otra vez, es la noción de que los seres humanos vivimos una existencia marcada por la finitud. Una existencia que, debido a su finitud – en sus diversas manifestaciones – nos impone el desafío de tener que hacernos cargo de nosotros mismos. Una existencia que se da en la historia, en una historia que nos antecede y al interior del trabajo de esa historia realiza, a partir del conjunto de acciones que resultan del imperativo de hacernos cargo. Una existencia marcada también por el lenguaje, que nos permite que ella se despliegue en la estructura de la temporalidad, la que se vive en un presente precario, que se reconoce viniendo de un pasado con el que estamos en dialogo y que se proyecta a un futuro como manifestación de esa necesidad de hacernos cargo.
En ese contexto, la verdad es la experiencia que ilumina nuestra existencia, expandiendo nuestros horizontes de posibilidades y permitiéndonos una mejor “adecuación” a los desafíos siempre presentes de nuestra existencia. Toda otra concepción de verdad remite necesariamente a ésta, incluso cuando ella contradice la noción que acabamos de explicitar y busca, vanamente, puntos de referencias eliminar del todo. absolutos, trascendentes u objetivos, que desconocen la finitud de la que necesariamente arrancan.
Es, preciso, sin embargo, desarrollar algo más el tema del lenguaje. Coincidiendo con una antigua tradición que nos remonta a Heráclito, Gadamer reconoce que la palabra ilumina. Sabe también que sólo hay iluminación donde existe oscuridad, oscuridad que la palabra no logra del todo disolver. Ello implica que todo lo dicho por los seres humanos es siempre un intento parcialmente fallido. No logramos que nuestra palabra se sustraiga del todo a la oscuridad. Todo decir conlleva una dimensión que no logra decirse. Esta es otra manifestación de la finitud de nuestra existencia. Gadamer afirma, con Nietzsche, no sólo el carácter metafórico del lenguaje, sino que reconoce también su carácter siempre limitado y parcial. A la vez que la palabra ilumina y revela, inevitablemente también oscurece y esconde.
Parte de los desafíos que nos plantea la hermenéutica es la de abrirnos a esta dimensión oculta del lenguaje, dimensión que nunca lograremos evitar del todo. Nuestro lenguaje, como nosotros, es finito y tiene límites. Podemos resentir esos límites, pero no podemos trascenderlos plenamente. Pero el horizonte que configura el lenguaje, aunque no puede superarse, puede al menos expandirse. Permite, al menos, ser parcialmente trascendido.
Hay distintos caminos para expandir esos límites. Gadamer aborda algunos. Un primer camino consiste en reconocer que toda proposición, todo pronunciamiento, es siempre una respuesta a una pregunta que no siempre está presente al momento de escuchar la proposición. En este punto Gadamer se inspira en la filosofía de R.C. Collingwood (1889-1943), quién nos convoca a reconstruir las preguntas que no son explicitadas. A la vez que es importante ese esfuerzo de reconstrucción de las preguntas implícitas, también es importante interrogar a su vez esas mismas preguntas, como las respuestas que a ellas se entregan.
Todo decir remite también a la necesidad de los seres humanos de hacernos cargo. Una pregunta necesaria, por lo tanto, es aquella que se interroga por aquello que procuramos hacernos cargo cuando decimos lo que decimos. De nuevo, esto no es un algo que está allí a la espera de que sea exhibido. Ello requiere de una reconstrucción, de un esfuerzo por constituirlo en el orden del entendimiento. No siempre quién dice lo que dice, logra estar consciente de por qué lo dice. Al no estar allí, al no ser algo que explícitamente antecede el decir, ello requiere ser revelado.
Aunque nunca podremos superar los límites del lenguaje, no podemos dejar de reconocer que el lenguaje logra parcialmente trascenderlos, logra ir más allá de lo que dice en el presente. El mejor camino para lograrlo es, según Gadamer, el diálogo. Un diálogo no es cualquier conversación. Es una conversación en la que sus interlocutores participan desde la disposición de vigilancia que resulta de la aceptación de su mutua finitud y de la precariedad de nuestros entendimientos. Se trata de la más fecunda expresión de la “fusión de horizontes” a la que se hacía previamente referencia.
En el diálogo observamos el ejercicio mutuo de dos horizontes diferentes, que asignan sentidos distintos, pero que se relacionan asumiendo su propia precariedad. En él, los interlocutores procuran no sólo hacer sentido de los sentidos del otro, sino, de la misma forma, hacer mejor sentido de sí mismos. El diálogo genuino sólo se logra a partir de la afirmación de la propia finitud, de la propia ignorancia. Nunca es posible anticipar el resultado. Éste es siempre incierto. Su criterio de eficacia es la apertura. Obviamente la apertura a lo que el otro dice. Pero también a la escucha de lo que uno mismo dice, al buscar las mejores articulaciones para lograr ser escuchado y entendido por el otro. Ello implica que no sólo podemos ser transformados por lo que el otro dice. Lo somos también por lo que nosotros mismos en el propio diálogo decimos.
Eso lleva a Gadamer a reconocer que, en rigor, no son los interlocutores los que conducen el diálogo, sino que es el propio diálogo el que los está conduciendo a ellos, de una manera fluida y transparente. Los resultados no son generados por cada uno de ellos, sino por la dinámica de la interacción en la que ellos se han embarcado. Es el propio lenguaje el que les permite mirarse con otros ojos, expandir así sus horizontes iniciales y descubrirse finalmente y mutuamente transformados.
Preguntado una vez qué es lo que define lo fundamental de la hermenéutica, Gadamer respondió: “El alma de la hermenéutica consiste en reconocer que quizás el otro está en lo correcto”. Yo iría incluso más lejos y añadiría: consiste también en sospechar que lo que hasta ahora hemos creído saber, podría derrumbarse en cualquier momento. El diálogo se sostiene en una profunda humildad, en la apertura al misterio que es el otro y al misterio que es la vida.