16 diciembre 2016 / por Orliana
Rafael Echeverría, Ph.D.
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Presidente Honorario de la FICOP
Diciembre, 2016
El discurso de la ontología del lenguaje se enmarca en el carácter que la Modernidad le confiere al término ontología. Ello implica que traslada su foco desde una reflexión sobre el carácter general de la realidad, a una particular interpretación del fenómeno humano. Al hacerlo, esta nueva propuesta ontológica entra en confrontación con los presupuestos de la ontología que hemos heredado del pasado. A esta última la llamamos “el programa metafísico.”
Para comprender adecuadamente lo que caracteriza a la ontología del lenguaje, no basta con familiarizase con sus propias premisas. No basta con referirse sólo a lo que ella sostiene. Es igualmente importante comprender la concepción frente a la cual ella reacciona, a la que se opone y con la que busca romper. Ello es importante por una razón adicional. Nuestro sentido común, sin necesariamente tener conciencia de ello, suele estar atrapado en las premisas del programa metafísico, con el que hemos entrado en confrontación. Sin darnos cuenta, muchas veces pensamos y hablamos en clave metafísica.
El programa metafísico antiguo tiene sus primeros gérmenes en Parménides, Pitágoras y Sócrates. Pero en rigor se constituye como tal con las filosofías de Platón y de Aristóteles. Ellas dan lugar a dos variantes diferentes que marcarán el desarrollo histórico posterior del pensamiento occidental. Su origen, por lo tanto, remite a la filosofía griega de la antigüedad.
Más adelante, sin embargo, – como ya lo hemos examinado – el pensamiento teológico cristiano, de raíces muy diferentes a las de la filosofía griega, va a registrar dos puntos de encuentro y convergencia con la metafísica griega. El primero de ellos tiene lugar con San Agustín, en el siglo IV d.C., quién desarrolla una teología cristiana de inspiración platónica. El segundo, sucederá con Santo Tomás de Aquino, el teólogo más destacado de la Cristiandad, quién, en el siglo XIII, desarrolla una teología de inspiración aristotélica. El fin de la Edad Media se caracteriza por el apogeo y la hegemonía que en Occidente alcanza el programa metafísico. En él han confluido ya las dos vertientes principales de la cultura occidental: el pensamiento griego antiguo y la teología cristiana.
¿En qué consiste el programa metafísico? O, dicho de otro modo, ¿cuáles son sus premisas básicas? Sostenemos que éstas pueden agruparse en cinco.
La primera premisa señala que la realidad y la vida humana, en sí mismas, no tienen sentido. Por lo tanto, si deseamos captar el sentido de la realidad y de la vida, no es indagando en ellas que lo encontraremos, pues, en sí mismas, no lo poseen. Del conjunto de premisas del programa metafísico, ésta es una que, cómo se verá más adelante, aceptaremos. Nuestras discrepancias con el programa metafísico, se concentrarán en las cuatro premisas siguientes.
El sentido de la realidad y de la vida humana, para el programa metafísico, se encuentran en una esfera diferente, una esfera que trasciende el mundo de la naturaleza en el que ambas están situadas. De allí el nombre “metafísica”, que significa en griego más allá (meta) de la naturaleza (physis). Ello significa, en rigor, que la realidad se divide en dos partes. Una parte aparente, ficticia, distorsionada, que es aquella que los seres humanos observamos de manera espontánea a nuestro alrededor. Otra parte, que trasciende esta primera realidad aparente, a la que no es posible acceder a través de los sentidos, pero que da cuenta de la realidad verdadera, aquella que le confiere sentido a la primera. Esta separación de la realidad en dos partes se expresa, por ejemplo, en la alegoría de la caverna desarrollada por Platón y en la distinción entre apariencia y esencia propuesta más adelante por Aristóteles.
La tercera premisa y posiblemente la más importante, se articula en torno a una determinada noción, propuesta inicialmente por Parménides: la noción del Ser. Para Parménides el principio en el cual se sustenta todo lo que existe es el Ser. Todo es expresión del Ser. Y el Ser es algo dado, eterno, inmutable, uno y por tanto homogéneo, y único. El Ser es el sustrato de todo cuanto conforma la realidad. Todo lo que es, ha existido siempre y por siempre existirá. Y lo hará de la misma forma como la ha hecho siempre. El cambio no es sino una ilusión de los sentidos. Al nivel del Ser, no transcurre el tiempo, pues el tiempo no existe en un mundo inmutable. El Ser metafísico habita en el dominio trascendente postulado por la premisa anterior.
La cuarta premisa define un determinado concepto de verdad, que llamamos el concepto metafísico de verdad. Para el programa metafísico la verdad consiste en acceder al ser de las cosas, que reside en el dominio trascendente previamente postulado. Es accediendo al ser de las cosas y alcanzando la noción metafísica de verdad postulada por el programa metafísico, que logramos entender la manera como las cosas no sólo son, sino también cómo se comportan. De ello se deduce, la concepción de conocimiento desarrollada por la metafísica. Todo conocimiento que tenga aspiración de ser verdadero debe dirigirse hacia la aprehensión del ser de las cosas y, por lo tanto, debe ser capaz de acceder a ese mundo trascendente.
Hay un aspecto adicional ligado al concepto metafísico de verdad. La verdad metafísica otorga autoridad, confiere poder social. No se trata, sin embargo, de un poder que se manifiesta y se mide directamente en la capacidad de acción de quienes la esgrimen. Se trata de un poder que se invoca y otorga incluso antes de cualquier acción. Quién accede a las “verdades metafísicas” puede reivindicar para sí un poder social sobre los demás. Tal persona es investida de un poder a priori, otorgado antes incluso de actuar.
Ello se manifiesta en el hecho que Platón, en su República, exija que el gobierno de las ciudades-estados esté en manos de los filósofos y que proponga también expulsar a los poetas de las ciudades, dado que, en su opinión, éstos hacen un uso corrupto del lenguaje – al no utilizarlo con el rigor requerido para acceder a la verdad – sino con el propósito de inventar mundos imaginarios. La concepción de la autoridad política durante la Edad Media se ciñe por esta misma concepción. Esta vez, sin embargo, no se trata de los filósofos, sino de la Iglesia, la que se auto-erige en ser la expresión de la palabra de Dios, en la cual se expresa el Ser supremo.
La quinta y última de estas premisas básicas nos habla del camino que hay que seguir para acceder al ser de las cosas que residen en el mundo trascendente y, por ende, a la verdad. Se trata del camino de la razón. La razón es el “camino real” del conocimiento para el programa metafísico. Aunque podamos partir de lo que nos muestran los sentidos, ellos por sí mismos, son incapaces de conducirnos a la verdad. Sólo la razón posee la llave para acceder a ella. Y, una vez que accedemos a determinadas verdades metafísicas, la razón nos permite deducir otras verdades y luego de ellas otras más. El dominio trascendente del ser es homogéneo y no contradictorio y, por lo tanto, el uso recto de la razón es capaz de generar infinitas verdades hasta llegar, al final, a la verdad absoluta, eterna, inmutable, única y una del Ser que todo lo anima.
Cabe preguntarnos cuál es la concepción del ser humano que se deduce de estas premisas. Para el programa metafísico, el ser humano se define como un ser racional. La razón representa el núcleo esencial de lo humano. Somos seres humanos en cuanto somos seres racionales. En la medida que dejamos de ser racionales, devenimos animales. Es más, para el programa metafísico, los seres humanos somos el único ser racional que habita en este mundo terrenal.
Ello no evita desconocer que los seres humanos poseen otras dimensiones además de su racionalidad. Disponemos de un cuerpo, tenemos emociones, etc. Pero todos estos atributos son aspectos asociados a nuestra animalidad y no a nuestra humanidad. Y en tal sentido se trata de aspectos que requieren ser despreciados y el programa metafísico se caracteriza por estigmatizarlos. El recto vivir debe estar regido por el ejercicio de nuestra racionalidad. Este es un planteamiento que guía todos los diálogos de Sócrates.
El énfasis puesto en la razón como rasgo central de los humanos termina por conferirle a éstos un status de privilegio en el mundo. Aunque compartimos algunos aspectos con los animales, la razón convierte al ser humano en un ser excepcional, en clara discontinuidad con el reino animal. Ello hace de la especie humana un fenómeno diferente y, en tal sentido, no comparable con las especies animales. Entre ambas existe discontinuidad y ruptura.
La prioridad que el programa metafísico le confiere a la razón en la comprensión de los seres humanos, irá de la mano con la prioridad que éste le confiere a las ideas, al pensamiento y al conocimiento teórico. Ello tendrá un efecto importante en el desarrollo del pensamiento occidental.
Por otro lado, la respuesta a la pregunta por el ser humano planteada desde el programa metafísico está pautada desde el inicio por los atributos der Ser que hemos descrito anteriormente. Ello implica que el “ser” del ser humano será considerado como conferido, inmutable, indivisible y, por lo tanto, homogéneo. Estos atributos del ser metafísico devendrán progresivamente problemáticos con el transcurrir del tiempo.
La noción metafísica del ser está situada en el centro mismo del discurso metafísico. Se trata de una noción constituyente, que rige el conjunto de la mirada que este discurso despliega sobre el fenómeno humano. Dado como somos, nos señala el programa metafísico, así actuamos. Santo Tomás de Aquino sostenía “agere sequitur esse”. Ello significa: la acción (agere) sigue (sequitur) al ser (esse). Primero está el ser y luego viene la acción. Dado el ser, así será la acción. La acción es concebida, por lo tanto, como una derivada del ser que somos. Es el ser lo que nos permite comprender cómo actuamos.
Pero no se trata sólo de la acción. El ser determina también el carácter de nuestras relaciones y, sobre todo, define el tipo de existencia que tendremos y que nos cabe esperar. Por lo tanto, el conjunto de las manifestaciones de la existencia humana, son concebidas como expresiones del ser particular que somos. La existencia, en este sentido, expresa y revela el ser de cada uno. El ser va primero, la existencia le sigue. El ser guía tanto nuestra acción, como nuestra existencia.
Como veremos más adelante, sin desconocer que en toda acción humana efectivamente se manifiesta el ser que estamos siendo, en la ontología del lenguaje está el reconocimiento de que la relación inversa entre ser y existencia es todavía más importante que la propuesta por el programa metafísico. Ello implica aceptar que no sólo actuamos de acuerdo a como somos, tal como lo postula el programa metafísico, sino que también somos de acuerdo a cómo actuamos y que, por lo tanto, la acción genera ser. Sobre ello profundizaremos en su momento.
Las consecuencias del programa metafísico no se sitúan tan sólo en el plano teórico o conceptual. Desde sus orígenes, los metafísicos acometen una operación que traerá importantes efectos posteriores. Entre los antecedentes que destacamos en relación a Platón y Aristóteles, los dos grandes metafísicos de la antigüedad, mencionamos obviamente a Sócrates, a Parménides, pero también a Pitágoras.
Platón entró en contacto directo con las sectas pitagóricas, cuando viaja a Italia, luego de la muerte de Sócrates. Éste contacto tuvo efectos importantes en el desarrollo posterior de su pensamiento. Pitágoras y sus seguidores, influidos por la cultura egipcia, habían explorado la naturaleza de los números y de las formas geométricas, a las que le conferían un carácter sagrado, misterioso, llegando a sostener que ellos rigen el universo. En una combinación extraña entre conocimiento y misticismo, los pitagóricos se agrupaban en sectas cerradas y se comprometían a no divulgar los secretos que descubrían. Todos los descubrimientos que sus miembros realizaban, le eran atribuidos a Pitágoras, quién asumía un rol de liderazgo espiritual sobre sus miembros.
De éste contacto con las sectas pitagóricas, Platón extrae diversos aprendizajes. Cabe mencionar al menos tres. El primero, se expresa en su concepción sobre la importancia de las formas, tal como éstas se manifiestan en su teoría de las ideas y su papel trascendente. El segundo, se refiere a su recelo por divulgar abiertamente sus conclusiones más importantes. En estos últimos años, a partir de los desarrollos realizados en las escuelas filosóficas de Milán y de Marburgo, se ha sostenido que el núcleo de la filosofía de Platón no se encuentra en sus escritos, sino que éste era transmitido verbalmente, en intercambios orales. No olvidemos que Platón vive en una época de transición entre la oralidad y la escritura y, si bien hace uso de la escritura – a diferencia de Sócrates, su maestro – desconfía que ésta sea el medio más adecuado para dar a conocer el núcleo más profundo de su pensamiento. Este argumento ha sido desarrollado convincentemente por Giovanni Reale, figura destacada de la escuela de Milán.
El tercer elemento que revela la influencia pitagórica en Platón, muy relacionado con el anterior, tiene que ver con algo que está por completo fuera del dominio conceptual. Hasta entonces, con excepción de la escuela pitagórica, el desarrollo de la filosofía se había desarrollado en la calle, en el agora griega, en el espacio público de la plaza. Sócrates mismo impartía sus enseñanzas en la plaza. Hasta entonces, la filosofía era, en buena medida, el resultado de una práctica agórica. Platón modifica eso. Inspirado precisamente en los pitagóricos, traslada la reflexión y la enseñanza filosófica al espacio cerrado de la Academia, fundada alrededor de 388 a.C. En la entrada de ésta, se podía leer un aviso que señalaba, “Sólo podrán entrar aquí quienes sepan geometría”. En la Grecia de entonces, los que lograban cumplir con esa exigencia, eran muy pocos. Más adelante, Aristóteles, siguiendo a su maestro, fundará una institución equivalente, el Liceo.
Los metafísicos proceden, por lo tanto, a enclaustrar la reflexión filosófica, a sustraerla del espacio público y a encerrarla en espacios amurallados en los que sólo pueden entrar algunos, debidamente seleccionados. Éste será un hecho que tendrá importantes repercusiones posteriores. Si bien es ciertos que sus efectos no fueron inmediatos, pues muchos otros filósofos seguían concurriendo al espacio público para impartir sus enseñanzas, en la medida en que el programa metafísico se hacía hegemónico, el enclaustramiento de la filosofía se fue acentuado.
Las consecuencias más importantes de este enclaustramiento son dos, aunque relacionadas. La primera guarda relación con el lenguaje filosófico. En la medida que la reflexión filosófica se dirigía crecientemente a un grupo seleccionado de personas, ello habilitaba un lenguaje que se distanciaba crecientemente del lenguaje ordinario y que devenía hermético e incomprensible para la gran mayoría.
No estamos sosteniendo que todo pueda ser expresado en el lenguaje de la calle. Muchas veces el pensamiento exige de conceptos y distinciones que no forman parte del lenguaje corriente. Cuando eso sucede es preciso introducir neologismos, palabras nuevas. Pero no es menos ciertos que, en la medida que la reflexión filosófica se enclaustra, se facilitan también formas de expresión herméticas, no estrictamente necesarias, que hacen inaccesibles esas reflexiones a una gran mayoría. El problema que ello plantea es que muchas veces esas mismas reflexiones limitan su impacto a un número restringido de personas, siendo que comprometen cuestiones de gran relevancia para todos.
La segunda consecuencia es una derivada de la primera. Ella apunta a un distanciamiento creciente, una separación crítica, entre quienes logran comprender los principales desarrollos de la filosofía y el sentido común generalizado. Los avances de la filosofía toman, en consecuencia, mucho tiempo en alterar el sentido común generalizado, produciéndose importantes desfases entre la conciencia propiamente filosófica y la conciencia de la gran mayoría de la población.
Por lo tanto, muchos desarrollos filosóficos de gran importancia y de alto potencial de repercusión, demoran mucho tiempo en transformar el sentido común a partir del cual gran parte de las personas conducen su existencia. Esta separación entre la conciencia filosófica y la conciencia ordinaria de los individuos se traduce, muchas veces, en el hecho de que los propios filósofos se muestran incapaces de evaluar la importancia que para el conjunto de los seres humanos encierran muchos de los desarrollos que ellos mismos han promovido. Incluso más. Acontece también que muchas veces ellos mismos no logran reconocer cómo sus propios planteamientos, podrían llevarlos a un mejoramiento significativo de sus propias condiciones de existencia.
Esto es algo en lo que insistiremos varias veces, pues no se trata de algo trivial. Uno de los objetivos explícitos que nos hemos planteado consiste en restaurar una modalidad de hacer filosofía que llamamos “agórica”, en oposición a una modalidad “académica”. Nuestros argumentos no van dirigidos tan sólo a un grupo selecto de filósofos académicos. Nuestros planteamientos se dirigen a los seres humanos que circulan por las calles y que se congregan en las plazas y los múltiples otros espacios públicos. Ellos están dirigidos a la gran mayoría de los individuos. Ello no es una fácil tarea. Muy a menudo, hay ciertas concepciones que requieren de distinciones que muchos no utilizan. Cuando ello sucede, procuramos hacerlas inteligibles. Ello no es siempre fácil y muchas veces no estamos seguros de que estemos logrando llegar a todos. Con todo, el propósito está declarado. Nos interesa volver a traer la filosofía al dominio básico y compartido de la existencia, allí donde originalmente nació.
El hecho de que lo que planteamos no esté dirigido directamente a los académicos, implica algunas salvaguardas. En primer lugar, ello no significa que pensemos que lo que planteamos pudiera no interesarles. Muy por el contrario. A pesar de sus innegables competencias reflexivas, los académicos no siempre logran que sus conocimientos les permitan vivir la vida con mayor sabiduría. El conocimiento se valida en la esfera argumental y de acuerdo a los criterios de validación del propio conocimiento. La sabiduría se valida en nuestra capacidad de saber vivir adecuadamente. Se trata de dos dominios muy diferentes. Muchas personas sabias no saben nada de filosofía ni poseen grandes conocimientos. Aunque no tengo dudas de que la filosofía tiene el potencial de hacernos más sabios. Es por ello que nos apoyamos en ella.
Una segunda advertencia es pertinente. El hecho que no nos dirijamos directamente al mundo académico no significa que lo que señalemos esté blindado de la crítica que los académicos puedan hacernos. Digámoslo claramente: no estamos blindados. Cualquier crítica, no importa de dónde ella provenga, sea desde el mundo académico como desde fuera él, puede desarmar nuestra argumentación. Por lo tanto, aunque muchas veces utilicemos un lenguaje que no es estrictamente el académico, ello no nos protege de las críticas que, desde el propio mundo académico, se nos puedan hacer.
Aunque ello implica anticipar temas que abordaremos más adelante, es importante establecer brevemente el contrapunto que el discurso de la ontología del lenguaje mantiene con el programa metafísico. En relación a la primera de sus premisas, coincidimos con que la realidad y la vida, en sí mismas, no tienen sentido. Éste es un planteamiento que está presente en la filosofía de Nietzsche y guarda relación con lo que él llama “la inocencia del devenir”. La realidad y la vida se comportan de manera completamente inocente, sin un sentido predeterminado con el que podamos estar a favor o en contra.
Sin embargo, los seres humanos, al operar en el lenguaje, no podemos vivir sin asignarles a ambas un sentido. Nuestra existencia se sostiene en ello. Lo señalado, incide directamente en la segunda premisa del programa metafísico. El sentido que los seres humanos requerimos para vivir no es preciso buscarlo en un mundo trascendente, que se encuentra por sobre el mundo natural en el que nos encontramos. El sentido de la realidad y de la vida remite a nosotros mismos. Somos los seres humanos quienes lo conferimos, quienes lo constituimos. Y eso lo hacemos a través del lenguaje. Cuando la vida pierde sentido, el desafío que enfrentamos es el de aprender a regenerarlo. Dicho de otra forma, no es la vida la que se ha vaciado de sentido. Somos nosotros quienes encaramos dificultades para conferirlo. El coaching ontológico tiene como uno de sus objetivos el enseñarnos a regenerar el sentido de la vida que hemos perdido y que necesitamos para vivir.
Pasemos ahora a la tercera premisa. Es importante hacer explícito que, desde nuestra perspectiva, no abandonamos la distinción de “ser”. Y no lo hacemos por cuanto ella representa un “operador lógico” requerido tanto en nuestra convivencia, como en el desarrollo del conocimiento. El lenguaje ordinario requiere utilizar el verbo ser, en sus distintas conjugaciones. Lo que es preciso revisar es el del status que conferimos al término y los atributos que le asignamos. Volveremos mucho más adelante sobre este tema, cuando hablemos de “la falacia del ser metafísico”.
Lo que el programa metafísico hace es tomar ese verbo y reificarlo. Vale decir, convierte el verbo en sustantivo y, por ende, en sustancia. Convierte lo que es un proceso en cosa. El problema, sin embargo, no está allí. Esto lo hacemos muy frecuentemente. El mismo término proceso o, mejor incluso, el término devenir, implican una sustantivación. El problema reside en los atributos que luego se le asignan. Ellos apuntan al núcleo del programa metafísico.
Una vez que el verbo ser se le ha convertido en sustantivo, se sostiene que el ser, constituido en sustancia, se caracteriza por ser (término usado como operador lógico) inmutable, uno y homogéneo. Cada uno de estos atributos serán cuestionados por el discurso de la ontología del lenguaje. Es así como sostenemos que, desde nuestra perspectiva, el ser que somos es transformable, es múltiple y es contradictorio. Ya tendremos oportunidad para profundizar en ello.
La cuarta premisa apunta al concepto metafísico de verdad en cuanto aprehensión del ser de las cosas. A partir de Kant, el pensamiento moderno reconoce que los seres humanos no disponemos de la capacidad para acceder al ser de las cosas. Sólo podemos acceder a sus apariencias, a la manera como ellas se nos manifiestan. Ello pone en cuestión el concepto metafísico de verdad, sustentado en el criterio de correspondencia entre el conocimiento y las cosas, el que a su vez se sustenta en el presupuesto de que el lenguaje representa la realidad. Todo ello, hoy en día, está puesto en cuestión.
¿Implica lo anterior que debemos concluir que no hay verdad? De ninguna forma. Es perfectamente posible discurrir otros conceptos de verdad, distintos del metafísico. Por ejemplo, el concepto de verdad que hoy utilizan las ciencias, es muy diferente del metafísico. Sin embargo, el concepto de verdad que hoy predomina en las ciencias, no es el que nos sirve para profundizar en la existencia humana. Nuestro concepto de verdad proviene del desarrollo de la hermenéutica – tema que también abordaremos más adelante – a través del cual se sustituye el criterio de correspondencia entre el conocimiento y las cosas, postulado por el programa metafísico, por uno diferente sustentado en la adecuación de nuestras interpretaciones a las exigencias de la vida, de nuestra existencia, a la expansión de nuestro sentido de vida y la ampliación de nuestros horizontes de posibilidades. No es del caso profundizar en ello en este momento.
Nos queda, por último, la quinta y última premisa. Ella nos plantea diversos problemas. Por el momento destacaremos tan sólo algunos de ellos. El papel que el programa metafísico le asigna a la razón produce un conjunto significativo de distorsiones. Por un lado, le confiere al conocimiento un ámbito de autonomía frente al conjunto de la existencia humana, subordinando la existencia al concepto metafísico de verdad. Ello termina en una excesiva valoración de la teoría por sobre la vida, confiriéndole a los generadores de conocimiento un rol igualmente desmedido sobre el conjunto de la sociedad.
Como argumentaremos más adelante, toda interpretación – y todo conocimiento es una interpretación – si bien ilumina y revela, simultáneamente oscurece y encubre. El papel protagónico que el programa metafísico le confiere a la razón, oscurece y encubre la importancia que juega el lenguaje en los seres humanos. Pero más allá de oscurecerla y de recluir al lenguaje a un lugar secundario e instrumental, al servicio de la razón, el programa metafísico invierte la relación que ambos términos – razón y lenguaje – mantienen entre sí. Ello nos impide reconocer que si bien somos seres racionales, lo somos por cuanto somos seres lingüísticos. El lenguaje no sólo antecede a la razón, es su condición misma de posibilidad. El olvido del lenguaje que, por siglos, ha caracterizado a Occidente, es uno de los resultados de la hegemonía que ejerciera el programa metafísico.
Sin embargo, el efecto más nocivo de esta última premisa ha sido el que nos impuso una comprensión unilateral y, en tal sentido, distorsionada sobre los seres humanos. La importancia otorgada a la razón y el desprecio que de ello se deduce en relación a otras dimensiones de la existencia humana – como lo son la emocionalidad y la corporalidad – se ha traducido en dificultades para expandir una mejor comprensión sobre nosotros mismos y en una mayor capacidad para hacernos cargo de muchos de los desafíos que nos plantea la vida. Esta será, como veremos, una de las críticas más serias que Nietzsche dirigirá en contra del programa metafísico.
Es importante advertir que. con el nacimiento en el siglo XVII de la filosofía moderna, se producirá un distanciamiento creciente con el programa metafísico. Poco a poco sus premisas se irán socavando, aunque algunos de sus planteamientos todavía se mantengan. Lo vemos en Descartes, Bacon, Spinoza, Hume, Kant, Hegel y Feuerbach. De una u otra forma, cada uno de ellos, pone en cuestión algunas de las premisas básicas que hemos examinado. No disponemos aquí del tiempo para referirnos a los aportes que en esta dirección acomete cada uno de ellos.
No será, sin embargo, hasta que aparezca Nietzsche, que se declare una ruptura radical con el programa metafísico en su conjunto y se invoque la necesidad de avanzar hacia una concepción radicalmente diferente sobre el ser humano y el carácter de la realidad. El siglo XX, se caracteriza por un desarrollo del pensamiento filosófico profundamente anti-metafísico. Desde hace ya varias décadas, no encontramos a ningún filósofo de estatura que se identifique con el programa metafísico, en el sentido que aquí le hemos atribuido al término.
Poco a poco una nueva ontología ha ido emergiendo. En las columnas que vendrán a continuación, nos referiremos a los filósofos más importantes que han participado en estos nuevos desarrollos. El punto a destacar es el hecho de que la filosofía ha entrado, por lo tanto, en un nuevo espacio ontológico. Algunos hablan de él refiriéndose a una ontología existencial. Gianni Vattimo se refiere a una ontología hermenéutica. Personalmente la he llamado una ontología del lenguaje. Son todos términos posibles y cada uno de ellos enfatiza aspectos distintos, aunque, en mi opinión, todos válidos como también complementarios.
En el campo de la filosofía, por lo tanto, la hegemonía del programa metafísico ha terminado y éste ha sido relegado a un papel secundario. Su valor principal es actualmente histórico. Sin embargo – y éste es un punto fundamental a destacar – no podemos decir lo mismo cuando nos referimos al sentido común de los seres humanos del presente. Dado el enclaustramiento que el programa metafísico impuso en el desarrollo posterior de la filosofía, los progresos alcanzados a nivel del pensamiento filosófico no han logrado traducirse en disolver la hegemonía que el programa metafísico todavía ejerce en nuestro sentido común.
Sin estar en condiciones de reconocerlo como tal, los seres humanos, en su operar cotidiano y en la manera como conducimos nuestra existencia, seguimos siendo profundamente metafísicos. Ello se traduce en nuestra incapacidad para encarar adecuadamente múltiples desafíos existenciales que hoy se nos presentan.
Como lo descubre pronto un coach ontológico, detrás de las dificultades que frecuentemente enfrentamos, descubrimos a menudo resabios metafísicos que requieren ser erradicados. Éste es uno de los retos que reiteradamente encara de un coach ontológico. A ello apunta precisamente el carácter “ontológico” de su práctica. Para poder responder a estos retos, es preciso, sin embargo, que el coach ontológico pueda identificar con claridad el carácter de esos resabios metafísicos y que él o ella se sitúe en a la ribera opuesta a la que ocupa el programa metafísico.
El coaching ontológico se realiza desde un espacio ontológico radicalmente distinto del que nos proporciona el programa metafísico. Difícilmente podremos responder a lo que se espera de nosotros, de no estar familiarizados con las premisas desde la cuales este programa opera y de no haber transitado nosotros mismos a un espacio ontológico diferente. Difícilmente llegaremos a ser coaches propiamente “ontológicos” si no damos éstos pasos. No basta con llamarse tal, para devenir un coach ontológico.
1 Ver, por ejemplo, Arthur Herman, The Cave and the Light: Plato versus Aristotle, and the Struggle for the Soul of Western Civilization, Random House, N.Y., 2014.