7 enero 2019 / por Orliana
Alicia B. Pizarro Domínguez.
Enero 2019.
“ROMA”
Dirección, guión, fotografía: Alfonso Cuarón.
Producción: Alfonso Cuarón, Gabriela Rodríguez, Nicolás Celis.
Protagonistas: Yalitza Aparicio, Nancy García, Marina de Tavira, Daniela Demesa, Enoc Leaño, Marco Graf, Jorge Antonio Guerrero.
País: México, 2018.
Disponible en Netflix.
¿Cuál es el tema de “Roma”? Alfonso Cuarón, su director, seguro ha dado varias respuestas, tal vez diferentes unas de otras en distintos momentos de su creación. Cada espectador podría dar la suya. Algunos temas se deslindan solos: los pueblos indígenas, arrinconados por siglos, sobreviviendo en un oficio, y en un idioma que se vive íntimo en la camaradería de dos de las protagonistas. La discriminación de la mujer en ese México que también es Latino América. La búsqueda del amor, como un horizonte que se aleja.
¿Podemos ir más lejos? o tal vez más atrás, mirando a los seres humanos, atrapados en un juego vital que luce sin salida. En vidas que aparecen sin sentido, aplastadas por condiciones inclementes de un sistema que se repite a sí mismo, infinitas veces.
Alfonso Cuarón hace una obra de joyería. Una filigrana tan cuidada en los detalles que da la seguridad necesaria para sumergirse en la historia. Mientras la tristeza llena el primer plano, la fiesta sigue atrás. Algunos se cortan el pelo, otros compran caramelos o venden juguetes impensables. Los sonidos de la calle siguen, mientras un par de ojos abiertos buscan, con angustia sorda, al que acaba de dejar el espacio vacío. Casi se escucha, en un nivel imperceptible, el corazón acelerado de quien está siendo abandonada.
Dos historias de soledad que se entrecruzan, bordadas por la aguja inclemente de los aviones que pasan como cortinas, indiferentes al dolor. Hay escenas que marcan. Indignidad y rabia en un abrazo amargo, dado en desesperación, al momento de la partida del marido. Dignidad, tristeza y silencio en el segundo abandono, esta vez del amante. “Las mujeres estamos siempre solas” le grita una mujer a la otra, desde la ira aliñada con alcohol.
Dos hombres, mal parados en la narrativa. Tal vez, poco queridos por el director. Se descuelgan de mujeres e hijos, incapaces de sostener el peso. Su capacidad de acompañar llega solo hasta sí mismos. Dos machos que desaparecen, bajo el signo del excremento de perro aplastado por los neumáticos de un Galaxie que también protagoniza. Los enmarca la violencia. El auto, con el marido dentro, no cabe en la casa. El tubo del baño, con el amante, se convierte en arma marcial. La danza desnuda (¿patética?) de quien estuvo perdido en el mundo, y ahora lo redime la agresión. En esa escena conmueve el contraste entre ese tubo, esgrimido como las lanzas de Paolo Ucello (pintor florentino del 1400) y la cara comprensiva de la mujer niña, que frente al amor se tapa con la sábana.
Uno de ellos, ex marido y ex patrón, tiene un gesto mínimo en la secuencia dramática del parto: toma las manos de Cleo, en aparente cuidado, pero la suelta, a ella, a sus manos, a su dolor, apenas despunta el compromiso. No tiene músculos para sostener, sus brazos caen a los lados.
Humanos sufrientes, en una cotidianidad que no perdona. Las revoluciones y sus muertos pasan, La película tiene un ritmo que sostiene el aliento, hasta el final. La sucesión de escenas dramáticas, como olas, se deslizan una tras otra. En cada una se siente un peligro posible. Los autos amenazan, en la calle y en la casa. La violencia tras el portazo. Disparos, terror, muerte. Una estudiante llora pidiendo ayuda. El parto de una niña muerta. La sensación de injusticia, y renuncia por lo que no puede ser cambiado, inunda a quien atestigua.
Mientras los incendios y la pérdida de la tierra ocurre a espaldas de la vida que se desenvuelve en el símbolo de la infinita sucesión de ropa sucia. Las luces de la casa, son prendidas y apagadas, como un ritual que no se detiene. Los autos, entran y salen, las personas gritan, lloran, paren en medio del horror.
Nos salva la ternura, cantada en canciones Mixtecas, idioma dulce, usado como un puente entre el sueño y la vigilia de la niña de la casa. Ternura y afecto entre Cleo y “sus” niños, en gestos, miradas, cuidados. Presente también en la solidaridad entre las dos mujeres a cargo del hogar. Contagian sus risas mientras corren por la calle.
Salva también el valor de Cleo al lanzarse al agua sin saber nadar, para rescatar a sus “patroncitos” casi ahogados en un mar que de manera creciente inunda la pantalla. Esa escena clave, me conecta con Enmanuel Levinas (1) , filósofo judío ruso, que articula el carácter del ser humano en las siguientes palabras: “…sin saber nadar, se arroja al agua para salvar a alguien, es ir hacia el otro totalmente, sin retener nada de sí mismo.”
Ver “Roma”, es vivir una experiencia en diferentes niveles. Las imágenes, texturas en blanco y negro, fotografían el dolor social de una época, y de hoy. Los vendedores ambulantes, hacen de música de fondo que acompaña las historias. Las simbólicas escaleras que marcan la separación no solo racial, sino humana. Una escalera en particular me atrapó, en la hacienda, cuando una mujer más vieja trae a Cleo, corriendo y pateando pollos, al mundo de los de abajo. Los animales embalsamados quedan arriba, perros y venados. Abajo, viven los animales vivos, tan vivos como dos patos haciendo patitos, y corriendo por todos lados.
Alfonso Cuarón hace una película llena de redondeces. Abre con esas olas suaves de agua que lavan el patio. Agua que limpia, cura, amenaza, y permite la trascendencia. Agua en la ducha de perfil, en contraste con la cara de frente de la mujer virgen. Agua que lava tazas, calles, almas. En el agua del mar, tras salvar a sus niños prestados, Cleo logra reconocer y llorar el dolor de su hija no querida. El mar rugiente es el que limpia y sacude el amor. Tras toda aquella angustia, es la cotidianidad inclemente, la que vuelve todo a su lugar. Para terminar, Cleo, cargada de ropa por lavar, sube esas escaleras imposibles que no conducen sino a la ceremonia repetida de pasar por agua sus tristezas. Cierra, por supuesto, un avión.
(1) Enmanuel Levinas. (2014). Alteridad y trascendencia. España: Arena Libros.